Por Guillermo
Oliveto - La sociedad entra en la recta final de un larguísimo proceso
electoral totalmente desconcertada. La abruman cinco dudas centrales: ¿quién va
a ganar?, ¿qué versión del ganador veremos una vez que se sepa quién es?, ¿qué
medidas van a tomar?, ¿cómo la van a afectar en lo personal esas medidas? Ante
esa parafernalia de interrogantes, hoy de respuesta imposible, emerge en muchos
la quinta duda elemental y dilemática: ¿qué hacer?
Así como durante
meses buscó huir de la política, hoy no puede escapar de ella. Es el tema que
domina la conversación pública y la privada. El país entró en pausa hasta que
el 19 de noviembre se defina de una buena vez esa fuente inagotable de
incertidumbre, miedo y ansiedad. “Todos quieren esperar a ver qué pasa”. “Vivir
así no es vivir”. “Es un día a día, pasan cosas todo el tiempo”. “Me preocupa
que una noticia es peor que la otra”, “A mí me genera incertidumbre mi futuro”.
“Todo lo que pasó fue raro, estoy mareado, ahora no sé a quién votar”. “Tengo
miedo”. “Estoy decepcionada”. “No me gusta A, ni loco lo voto”. “No me gusta B,
ni ahí lo voto”. “Me siendo defraudada”. “Es indignante lo que han hecho”.
Para algunos, si
gana A “se puede descontrolar todo”, y para otros, si gana B, también. Para la
inmensa mayoría, la economía del país “está mal, y estará peor”, “vamos en
declive”, “no hay precios de nada”, “es un desastre”, “la pérdida de poder
adquisitivo es terrible” y “el año que viene, gane quien gane, va a ser igual o
peor”.
Estas son apenas
algunas conclusiones y un puñado de citas ilustrativas del humor social con el
que nos encontramos en nuestro último relevamiento cualitativo basado en 10
focus groups de 2 horas cada uno coordinados por un equipo de sociólogos y
antropólogos. Incluyó ciudadanos de 18 años en adelante, de todas las clases
sociales, en una muestra representativa de las principales ciudades del país.
Concluimos el trabajo de campo el jueves 2 de noviembre.
El diccionario de
Oxford define dilema como una “situación difícil o comprometida en que hay
varias posibilidades de actuación y no se sabe cuál de ellas escoger porque
ambas son igualmente buenas o malas”. El diccionario de la RAE agrega, además,
la idea de “duda o disyuntiva”. Y la definición conceptual de un dilema cierra
el concepto con la idea de que son dos alternativas mutuamente excluyentes en
las que cada una por definición anula la contraria, y en las que se debe
decidir sin tener claro qué es lo más aceptable.
Como pocas veces en
la historia reciente, los argentinos se enfrentan a una decisión dilemática,
dado que, si bien hay un puñado de convencidos en cada una de las opciones,
existe una proporción demasiado significativa de los electores que se encuentra
atrapada en una maraña de dudas.
Las dudas
existenciales y dilemáticas han acompañado a los seres humanos desde tiempos
inmemoriales. Resultan una consecuencia natural de su condición de seres
inacabados, siempre en formación y mutación. La capacidad para actuar sobre la
realidad e intentar modificarla, en muchos casos con éxito y en otros con
rotundos fracasos, es la fuente y la génesis del progreso y el largo recorrido
del Homo sapiens.
Lo que el filósofo
español José Antonio Marina define en su más reciente ensayo como “el deseo
interminable”. Esa flecha que nos impulsa indefinidamente hacia el futuro
motorizados por tres grandes fuerzas universales a nuestra especie: el deseo de
bienestar, el deseo de vinculación social y el deseo de afirmación del yo. Kant
lo llamó la “insociable sociabilidad”, expresando así la tensión existente
entre la necesidad de pertenencia y contención grupal, por un lado, junto con
la vocación por el dominio del devenir colectivo y la satisfacción de las más
profundas ansias y expectativas individuales.
Shakespeare lo puso
en las palabras de Hamlet, ese príncipe dinamarqués atribulado por la
ambigüedad: “Ser o no ser, esa es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del
ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta u oponer los brazos a
este torrente de calamidades y darles fin con atrevida resistencia? Morir es
dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los
dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza? Este es un término
que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar”.
Puesto en términos
contemporáneos, y a riesgo de simplificar demasiado: ¿qué nutriente permite una
mejor vida?, ¿acomodarse a las condiciones del contexto a pesar de sus efectos
adversos y seguir viviendo del mejor modo posible, o atreverse a pelear con él
aun a riesgo de perderlo todo, incluso la propia vida? Es decir, aceptar la
realidad y fluir con ella, o procurar torcer su devenir sobre la base de la
fuerza de voluntad.
La filosofía
estoica, que no casualmente se ha puesto de moda a nivel global en estos
tiempos pospandémicos de cicatrices dolorosas, incertidumbres múltiples y
angustias desbordadas, es una filosofía de la moderación, la prudencia y la
sensatez. Esa filosofía conecta con una demanda latente de las personas luego
de haber atravesado el vértigo propio de las situaciones límite: tranquilidad,
serenidad, previsibilidad. Por eso los libros que la explican no paran de
vender, del mismo modo que sus máximas circulan por doquier en redes como X.
Epícteto, quien fue
uno de sus tres grandes referentes, junto con Séneca y Marco Aurelio, promovía
una enseñanza que muchos ven como una gran sabiduría y que otros critican por
esconder detrás de bellas palabras un acto de cobardía. Su gran legado histórico
y filosófico se vincula justamente con la tensión entre la realidad y la
voluntad, es decir, el citado dilema de Hamlet.
Él dijo, entre
otras cosas, según quedó asentado en el Enquiridión o Manual de vida, una
recopilación de sus ideas escrita por uno de sus discípulos: “Solo hay una
manera de alcanzar la felicidad y es dejar de preocuparse por cosas que están
más allá del poder o de nuestra voluntad”. Algo que hace sentido con la
consiguiente concepción: “No hay más que una forma de tranquilidad mental y
felicidad, y eso es no tomar las cosas externas como propias”. Para todo ello,
naturalmente, debía primero aplicarse otra de sus grandes máximas: “La riqueza
no consiste en tener grandes posesiones, sino en tener pocos deseos”.
Lógicamente, las
enseñanzas de este filósofo griego que vivió hace 20 siglos pueden a su vez
matizarse según el modo en que cada quien calibre qué está al alcance de su
voluntad y qué le es distante.
Como bien dijo
Steve Jobs en uno de los mejores avisos publicitarios de la historia, aquel que
en 1997 marcaría su regreso triunfal a Apple, “solo las personas que están lo
suficientemente locas para creer que pueden cambiar el mundo son las que lo
hacen”. Lo que para algunos es un sinsentido, para otros es una motivación, una
forma de ser y, en el fondo, el núcleo de su pulsión vital. Él fue uno de
ellos, obviamente, y con esa publicidad lo dijo sin decirlo, al ponerse a la
altura de Albert Einstein, Thomas Alva Edison, Bob Dylan, Richard Branson,
Muhamad Alí o Pablo Picasso. Hoy integrarían ese selecto grupo Elon Musk, Jeff
Bezos o Marc Zuckerberg, entre tantísimos otros.
El punto es que no
se trata tanto de cambiar el mundo, algo que de modo inevitable está acotado a
muy pocos, sino de delimitar cuál es el mundo que a cada uno le interesa
modificar. Para algunos no es más que el privado, el personal, el familiar.
Para otros el escolar, el barrial, el del club, el de la comunidad en la que
viven. Mientras que obviamente existen quienes tienen ambiciones mayores y
pretenden transformar ciencias, disciplinas, modos de hacer, culturas o países.
La horizontalidad
que trajeron las redes sociales hizo que lo que en el pasado podía lucir
quijotesco hoy sea una fuente de inspiración y motivación para millones de
personas que sienten que con un clic, un like o un posteo están siendo parte de
esas luchas que se escriben con mayúsculas y que antaño estaban limitadas
únicamente a los verdaderamente excepcionales.
El reconocido
sociólogo francés Robert Castel sintetizó esta dualidad de anhelos, alcances y
voluntades alrededor de una problemática creciente en las sociedades
capitalistas contemporáneas donde prima la libertad y, por ende, la
responsabilidad individual.
Al haber cada vez
más espacio para que cada cual bregue por su destino, por naturaleza, algunos
son mejores y más hábiles que otros. Es por ello, que, desde su perspectiva, la
seguridad pasó a ser un fuerte factor condicionante de las decisiones personales.
En su ensayo La
inseguridad social: ¿qué es estar protegido?, publicado en 2003, desarrolla la
tesis de los dos tipos de seguridades/inseguridades que cruzan a los colectivos
sociales y sus integrantes. Por un lado, “la inseguridad civil”, vinculada con los
temores y las protecciones relacionadas con los derechos individuales, las
libertades, la propiedad privada y la preservación de ciertas reglas básicas de
convivencia. Es decir, la capacidad de tener condiciones estables en el entorno
y el poder moverse en él con fluidez. Por otro lado, igualmente relevante e
influyente, Castels describe “la inseguridad social”. Allí priman las
cuestiones más cercanas y primarias, como el empleo, la capacidad de sustento,
las garantías para el futuro. Se está hablando aquí del ámbito estrictamente
personal, privado, intramuros.
En su mirada, los
ciudadanos que viven en Estados democráticos basculan en busca de una o la
otra, acorde con las circunstancias. La histórica tensión humana entre libertad
y seguridad, de la que habló el sociólogo polaco Zygmunt Bauman a lo largo de
toda su obra. Su sabia conclusión, expresada en una entrevista que diera a Al
Jazeera en 2016, poco tiempo antes de su muerte, cuando ya tenía 90 años, fue
que “seguridad sin libertad es esclavitud, así como libertad sin seguridad es
caos”, y que, por lo tanto, “un equilibrio entre ambas es lo ideal”.
Estas son las dudas
que hoy aquejan a los argentinos: ¿qué es más seguro?, ¿qué es más peligroso?,
¿qué me produce más miedo?, ¿qué me tranquiliza más?, ¿hasta dónde llega mi
voluntad de intervenir en la realidad?, ¿y mi capacidad para hacerlo?, ¿priorizo
lo colectivo?, ¿priorizo lo individual?, ¿son realmente separables ambos
mundos?
Para algunos, la
respuesta es obvia y evidente, pero para muchos otros, demasiados, todas esas
inquietudes tienen respuestas vagas, difusas, contradictorias.
A quienes tienen
todo decidido les cuesta entenderlo. Pero es necesario comprender que millones
de argentinos todavía no tienen para nada claro cuál de las dos alternativas
representa qué cosa. Sobre todo, porque en cada una vislumbran a su vez dos
caras posibles: una moderada y una extrema.
Esas preguntas, que
una y otra vez invaden su consciencia, esconden en el fondo una duda
existencial que es la trampa de todo dilema: ¿qué hacer? Y un riesgo inherente,
angustiante, atemorizante, paralizante: ¿y si me equivoco?
Como pocas veces en
la historia reciente, los argentinos se enfrentan a una decisión dilemática
¿Qué es más seguro?
¿Qué es más peligroso? ¿Hasta dónde llega mi voluntad de intervenir en la
realidad? Son algunas de las dudas que aquejan a los argentinos |