Domingo 12 - Por Miguel Kiguel* - La Argentina tiene una larga historia de crisis
económicas en los últimos cincuenta años. La situación, otra vez, es crítica y
parece casi imposible que el próximo gobierno pueda seguir estirando la piola
sin que se rompa, con lo cual cada vez hay más temor a lo que pueda pasar en
los próximos meses y a que tengamos otro verano caliente.
Hay sobrados
indicios que alimentan la preocupación. Las reservas han bajado a niveles
inmanejables, lo que ha llevado a que el Banco Central (BCRA) ya casi no
apruebe pagos al exterior con consecuencias preocupantes, como hemos visto
recientemente con los combustibles o con los insumos médicos.
También hay
problemas serios con los precios relativos. El tipo de cambio cruje y está
súper atrasado, como lo muestra la brecha cambiaria que se mantiene en la
estratósfera y lo difícil que es obtener acceso al dólar oficial, un privilegio
que está limitado a unos pocos elegidos. También hay precios como los de las
prepagas, la nafta, muchos servicios públicos y otros productos y servicios
regulados que están atrasados, y en los que también hay muchas presiones para
mejorarlos, lo que le pondrá más presión a la inflación.
Muchos se preguntan
dónde mirar en el espejo de la historia para tratar de prepararnos para lo que
viene. Se podrá decir que en realidad ya estamos en una crisis, dado que la
brecha cambiaria ya es del 150%, la inflación está llegando al 200% anual, no hay
reservas internacionales y el riesgo país se ubica en los 2500 puntos. Eso es
cierto, lo que pasa es que, para los argentinos, los deterioros graduales,
aunque importantes, no califican como crisis. Para que califique tiene que
haber una situación realmente “explosiva”.
Por empezar, no
considero que estemos ante una crisis como la del 2001, que sin duda fue la más
traumática de nuestra historia, comparable con la Gran Depresión de Estados
Unidos de los años treinta. En 2001, la devaluación implicó un cambio de
régimen que terminó con diez años de convertibilidad y con el sistema
monetario. Ese cambio llevó a una corrida bancaria, que incluyó los depósitos
en pesos, y forzó decisiones extremas como el corralito y la pesificación de
gran parte de los depósitos y de los contratos. También llevó a un default de
la deuda pública y a la reestructuración de casi todas las deudas privadas.
En realidad, la
crisis de 2001 fue un combo de crisis cambiaria, bancaria y de deuda muy
profunda que afectó el funcionamiento de la economía y la cadena de pagos por
muchos años y que se dio en un contexto externo adverso. Hubo un sólo aspecto
que fue mejor, ya que, a pesar de que hubo una devaluación del 250%, la
inflación fue sólo 40% el primer año y 3% el siguiente, o sea el passthrough
(traspaso de tipo de cambio a precios) fue muy bajo.
Tampoco pienso que
la situación actual tenga los ingredientes de la hiperinflación de 1989. Esa
fue una década muy compleja para la región, porque el escenario internacional
era desastroso, con precios de las exportaciones que estaban por el piso y con
gran parte del mundo emergente que estaba en default. Además, veníamos de tasas
de inflación muy altas durante casi toda la década y de años en que llegó al
650%. Sin duda no se puede descartar que, con algo de tiempo, lleguemos a una
situación similar, pero no parece que sea un riesgo inminente.
Cabe preguntarse
entonces ante qué tipo de crisis estamos, dado que, en principio, no es de
deuda, ni bancaria. La respuesta es que en gran medida enfrentamos una típica
crisis cambiaria, caracterizada por el agotamiento de las reservas, un fuerte
atraso cambiario y un elevado déficit fiscal, que esta vez está combinada con
una tasa de inflación exorbitante, pero que aún está lejos de ser calificada
como hiperinflación. Una combinación del Rodrigazo de 1975 con el final del
gobierno de Cristina Kirchner de 2015.
Hay, sin embargo,
diferencias importantes con el Rodrigazo, porque en esos años los
desequilibrios fiscales y de precios relativos (especialmente en el tipo de
cambio) eran mucho más dramáticos. Respecto del final del gobierno de Cristina,
que terminó en devaluación y en un aumento de la inflación, hay más
similitudes, pero la principal diferencia reside en que hoy la inflación es
mucho más alta y, por ende, el riesgo de que se desboque es mayor.
En 2015 la
inflación era 25% antes de la devaluación, mientras que hoy está cercana al
200% anual. Para entender la diferencia imagínense que uno maneja un auto a 25
kilómetros por hora y se revienta una cubierta. En este caso habría un
accidente, pero la situación debería ser controlable. Imaginemos ahora que ese
auto se está manejando a 200 kilómetros por hora: en ese caso los riesgos de
una tragedia serían enormes. Esta es la principal diferencia que existe entre
la devaluación que se hizo en 2015 y la que puede ocurrir ahora.
Un escenario
probable es que la salida de esta difícil coyuntura tenga muchos elementos en
común con la de 2015, aunque en muchos aspectos la situación es más compleja.
Las reservas eran US$3000 millones, mientras que hoy son negativas en US$10.000
millones; la deuda comercial nueva excede los US$22.000 millones, o sea es más
del triple que en 2015; y tanto la inflación como la brecha cambiaria son
muchísimo más altas.
Situación muy
frágil
Cabe preguntarse
cómo llegó la Argentina a esta situación tan frágil. No hay duda de que la
respuesta incluye las malas políticas económicas y una obstinación en mantener
una política cambiaria arbitraria e inconsistente con los niveles de inflación
y de déficit fiscal que ha tenido la Argentina durante estos años.
En el pasado, las
crisis argentinas se enmarcaban en coyunturas que afectaban también a otros
países emergentes. La crisis argentina de 1983 que llevó a la gran inflación y
al default empezó en México y luego bajó a la mayor parte de los países de
América Latina. La de 2001 fue precedida de otras crisis cambiarias y de deuda
que empezaron en Asia y siguieron en Rusia y Brasil, para terminar en la
Argentina y Uruguay.
Esta vez estamos
solos, el resto de la región no tiene inflación, ni brecha cambiaria, ni
problemas de deuda, ni sufre pobreza y tienen un buen colchón de reservas
internacionales. Esta es una crisis hecha en casa, agudizada por este Gobierno,
que recibió una situación compleja pero manejable y la llevó a una situación
crítica cuya salida es extremadamente difícil.
Nuestros vecinos en
América Latina han logrado dejar las crisis atrás y han surfeado situaciones
complejas, como la crisis financiera de Lehman Brothers en 2008, la pandemia y
la guerra en Ucrania, manteniendo estabilidad económica. Lo lograron gracias a
que, después de muchos fracasos, adoptaron el ABC de las políticas económicas:
política fiscal prudente, usaron el tipo de cambio para compensar shocks
externos, frenaron la inflación ni bien dio indicios de subir, hicieron los
esfuerzos necesarios para evitar reestructuraciones y reperfilamientos de
deuda, y, gracias al crecimiento económico, bajaron la pobreza.
Lamentablemente, la
Argentina no está en ese club, quedamos solos peleando batallas de otras épocas
y atrapados en ideologías de otras décadas.
Seguir por el
camino actual y apostar a que un milagro nos saque del pantano es una apuesta
que no va a funcionar. Por el contrario, gastar irresponsablemente, mantener el
cepo, buscar mejorar la distribución del ingreso con métodos populistas y tener
controles de precios son ingredientes de la receta perfecta para que suba la
inflación, se agoten las reservas, aumente la pobreza y terminemos en una
crisis de grandes dimensiones.
Tampoco los
problemas se arreglen con atajos como la dolarización, que es una utopía
simplemente porque sin dólares no se puede hacer; y, si los hubiera, sería
mejor usarlos para pagar la deuda y asegurar que el país no vuelva a caer en
default.
La crisis está
frente a nosotros. No hay tiempo ni espacio para experimentos ni para
populismo. Es hora de adoptar políticas económicas que han funcionado en
nuestra región y en otros países emergentes. ß
LA NACIÓN |