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No hay tiempo ni espacio para experimentos o para populismo
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Texto informativo: 13/11 - 07:28 La Nación
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Domingo 12 - Por Miguel Kiguel* - La Argentina tiene una larga historia de crisis económicas en los últimos cincuenta años. La situación, otra vez, es crítica y parece casi imposible que el próximo gobierno pueda seguir estirando la piola sin que se rompa, con lo cual cada vez hay más temor a lo que pueda pasar en los próximos meses y a que tengamos otro verano caliente.

Hay sobrados indicios que alimentan la preocupación. Las reservas han bajado a niveles inmanejables, lo que ha llevado a que el Banco Central (BCRA) ya casi no apruebe pagos al exterior con consecuencias preocupantes, como hemos visto recientemente con los combustibles o con los insumos médicos.

También hay problemas serios con los precios relativos. El tipo de cambio cruje y está súper atrasado, como lo muestra la brecha cambiaria que se mantiene en la estratósfera y lo difícil que es obtener acceso al dólar oficial, un privilegio que está limitado a unos pocos elegidos. También hay precios como los de las prepagas, la nafta, muchos servicios públicos y otros productos y servicios regulados que están atrasados, y en los que también hay muchas presiones para mejorarlos, lo que le pondrá más presión a la inflación.

Muchos se preguntan dónde mirar en el espejo de la historia para tratar de prepararnos para lo que viene. Se podrá decir que en realidad ya estamos en una crisis, dado que la brecha cambiaria ya es del 150%, la inflación está llegando al 200% anual, no hay reservas internacionales y el riesgo país se ubica en los 2500 puntos. Eso es cierto, lo que pasa es que, para los argentinos, los deterioros graduales, aunque importantes, no califican como crisis. Para que califique tiene que haber una situación realmente “explosiva”.

Por empezar, no considero que estemos ante una crisis como la del 2001, que sin duda fue la más traumática de nuestra historia, comparable con la Gran Depresión de Estados Unidos de los años treinta. En 2001, la devaluación implicó un cambio de régimen que terminó con diez años de convertibilidad y con el sistema monetario. Ese cambio llevó a una corrida bancaria, que incluyó los depósitos en pesos, y forzó decisiones extremas como el corralito y la pesificación de gran parte de los depósitos y de los contratos. También llevó a un default de la deuda pública y a la reestructuración de casi todas las deudas privadas.

En realidad, la crisis de 2001 fue un combo de crisis cambiaria, bancaria y de deuda muy profunda que afectó el funcionamiento de la economía y la cadena de pagos por muchos años y que se dio en un contexto externo adverso. Hubo un sólo aspecto que fue mejor, ya que, a pesar de que hubo una devaluación del 250%, la inflación fue sólo 40% el primer año y 3% el siguiente, o sea el passthrough (traspaso de tipo de cambio a precios) fue muy bajo.

Tampoco pienso que la situación actual tenga los ingredientes de la hiperinflación de 1989. Esa fue una década muy compleja para la región, porque el escenario internacional era desastroso, con precios de las exportaciones que estaban por el piso y con gran parte del mundo emergente que estaba en default. Además, veníamos de tasas de inflación muy altas durante casi toda la década y de años en que llegó al 650%. Sin duda no se puede descartar que, con algo de tiempo, lleguemos a una situación similar, pero no parece que sea un riesgo inminente.

Cabe preguntarse entonces ante qué tipo de crisis estamos, dado que, en principio, no es de deuda, ni bancaria. La respuesta es que en gran medida enfrentamos una típica crisis cambiaria, caracterizada por el agotamiento de las reservas, un fuerte atraso cambiario y un elevado déficit fiscal, que esta vez está combinada con una tasa de inflación exorbitante, pero que aún está lejos de ser calificada como hiperinflación. Una combinación del Rodrigazo de 1975 con el final del gobierno de Cristina Kirchner de 2015.

Hay, sin embargo, diferencias importantes con el Rodrigazo, porque en esos años los desequilibrios fiscales y de precios relativos (especialmente en el tipo de cambio) eran mucho más dramáticos. Respecto del final del gobierno de Cristina, que terminó en devaluación y en un aumento de la inflación, hay más similitudes, pero la principal diferencia reside en que hoy la inflación es mucho más alta y, por ende, el riesgo de que se desboque es mayor.

En 2015 la inflación era 25% antes de la devaluación, mientras que hoy está cercana al 200% anual. Para entender la diferencia imagínense que uno maneja un auto a 25 kilómetros por hora y se revienta una cubierta. En este caso habría un accidente, pero la situación debería ser controlable. Imaginemos ahora que ese auto se está manejando a 200 kilómetros por hora: en ese caso los riesgos de una tragedia serían enormes. Esta es la principal diferencia que existe entre la devaluación que se hizo en 2015 y la que puede ocurrir ahora.

Un escenario probable es que la salida de esta difícil coyuntura tenga muchos elementos en común con la de 2015, aunque en muchos aspectos la situación es más compleja. Las reservas eran US$3000 millones, mientras que hoy son negativas en US$10.000 millones; la deuda comercial nueva excede los US$22.000 millones, o sea es más del triple que en 2015; y tanto la inflación como la brecha cambiaria son muchísimo más altas.

Situación muy frágil

Cabe preguntarse cómo llegó la Argentina a esta situación tan frágil. No hay duda de que la respuesta incluye las malas políticas económicas y una obstinación en mantener una política cambiaria arbitraria e inconsistente con los niveles de inflación y de déficit fiscal que ha tenido la Argentina durante estos años.

En el pasado, las crisis argentinas se enmarcaban en coyunturas que afectaban también a otros países emergentes. La crisis argentina de 1983 que llevó a la gran inflación y al default empezó en México y luego bajó a la mayor parte de los países de América Latina. La de 2001 fue precedida de otras crisis cambiarias y de deuda que empezaron en Asia y siguieron en Rusia y Brasil, para terminar en la Argentina y Uruguay.

Esta vez estamos solos, el resto de la región no tiene inflación, ni brecha cambiaria, ni problemas de deuda, ni sufre pobreza y tienen un buen colchón de reservas internacionales. Esta es una crisis hecha en casa, agudizada por este Gobierno, que recibió una situación compleja pero manejable y la llevó a una situación crítica cuya salida es extremadamente difícil.

Nuestros vecinos en América Latina han logrado dejar las crisis atrás y han surfeado situaciones complejas, como la crisis financiera de Lehman Brothers en 2008, la pandemia y la guerra en Ucrania, manteniendo estabilidad económica. Lo lograron gracias a que, después de muchos fracasos, adoptaron el ABC de las políticas económicas: política fiscal prudente, usaron el tipo de cambio para compensar shocks externos, frenaron la inflación ni bien dio indicios de subir, hicieron los esfuerzos necesarios para evitar reestructuraciones y reperfilamientos de deuda, y, gracias al crecimiento económico, bajaron la pobreza.

Lamentablemente, la Argentina no está en ese club, quedamos solos peleando batallas de otras épocas y atrapados en ideologías de otras décadas.

Seguir por el camino actual y apostar a que un milagro nos saque del pantano es una apuesta que no va a funcionar. Por el contrario, gastar irresponsablemente, mantener el cepo, buscar mejorar la distribución del ingreso con métodos populistas y tener controles de precios son ingredientes de la receta perfecta para que suba la inflación, se agoten las reservas, aumente la pobreza y terminemos en una crisis de grandes dimensiones.

Tampoco los problemas se arreglen con atajos como la dolarización, que es una utopía simplemente porque sin dólares no se puede hacer; y, si los hubiera, sería mejor usarlos para pagar la deuda y asegurar que el país no vuelva a caer en default.

La crisis está frente a nosotros. No hay tiempo ni espacio para experimentos ni para populismo. Es hora de adoptar políticas económicas que han funcionado en nuestra región y en otros países emergentes. ß   LA NACIÓN

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