Por
Carlos Pagni - Alberto Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán,
realizaron ayer una larga exposición sobre las relaciones con el FMI que se
sostuvo en dos ejes principales. El primero, la omisión casi completa del
principal problema que presenta la economía: la inflación. El segundo, la
insistencia en que el eventual entendimiento con el Fondo debe contar con el
respaldo de toda la dirigencia nacional; en especial, de la dirigencia
política.
En
ambos planteos se cifra el corazón de la estrategia que se ha fijado el
Gobierno para alcanzar un acuerdo. Es una estrategia que tiene mucho más
presentes las limitaciones fijadas por su propio frente interno que las que
plantean las autoridades del organismo internacional. Fernández y, sobre todo,
Guzmán le hablaron ayer mucho más a la vicepresidenta que a los funcionarios de
Washington. Antes que entenderse con Kristalina Georgieva pretenden no romper
con Cristina Kirchner.
El
silencio sobre la inflación es indispensable para que el discurso oficial
adquiera siquiera un barniz de racionalidad. Solo si se elude ese problema se
puede sostener que durante la actual gestión las cuentas fiscales mejoraron sin
que la sociedad pasara por un ajuste. Como si la inflación no hubiera licuado
los salarios, las jubilaciones o las prestaciones sociales. Como si la
inflación no hubiera incrementado la recaudación aplicando el más regresivo de
los impuestos. Pero, dado que ese ajuste es indirecto, es decir, no deriva de
resoluciones específicas de los funcionarios, deja de ser un ajuste. Esta forma
de pensar, propia de la mentalidad demagógica, ya llamaba la atención de
Keynes.
Sin
embargo, lo que viene haciendo la inflación, mal que les pese a Fernández y a
Guzmán, es un ajuste, que supone la destrucción de la moneda y la fuga hacia el
dólar. Ignorar esta evidencia permitió a Guzmán, en la insólita clase teórica
que ofreció ayer, declamar que el Gobierno está del lado de la recuperación
económica, que en su diccionario se llama “crecimiento”. En cambio, los
técnicos del Fondo, que se proponen estabilizar la economía para detener la
suba acelerada de los precios, son los que pretenden ajustar.
El
ministro envolvió esa dicotomía en un celofán que agrada a la vicepresidenta.
Los que pretenden garantizar la reactivación tienen puesta “la camiseta de la
patria”. Los que se preocupan por los desequilibrios que determinan la
inflación solo aspiran a cobrar sus acreencias.
Al
proponer este partido de solteros contra casados el ministro repite las
palabras de su mentor, Joseph Stiglitz. El 9 de noviembre pasado, el economista
de Columbia pidió el reemplazo de Jerome Powell al frente de la Reserva Federal
por su escasa sensibilidad frente al desempleo y su desvelo por la inflación.
Guzmán suele trasladar a la escena local los criterios y consejos de su
maestro, sin advertir que Stiglitz habla de los Estados Unidos, un país que
entró en pánico por una inflación del 7%, mientras él conduce el Ministerio de
Economía de un país con una inflación del 50%, es decir, carente de moneda.
Más
allá de este aislamiento de Guzmán respecto del contexto, sus inconsistencias
tienen patas cortas. No fue un desalmado burócrata de Washington el que le
formuló dos cuestiones mortificantes. Fue el gobernador de Chaco, Jorge
Capitanich, de cuyas credenciales oficialistas nadie puede tener dudas.
Capitanich preguntó a Guzmán cómo piensa resolver los pasivos remunerados del
Banco Central. Es un problema delicado. Para que el dinero que se imprime no se
convierta en un tsunami que empuje la inflación hacia niveles catastróficos, el
Banco Central ofrece papeles que cotizan a una tasa de interés cada vez más
elevada. La emisión monetaria destinada a pagar esos intereses comienza a ser
más preocupante que la que se destina a solventar el déficit fiscal. Revertir
esta dinámica obliga a un ajuste doloroso. Aunque no se le llame ajuste. Para
anestesiar un poco su inquietud, Capitanich hizo una sugerencia psicodélica:
que esos papeles sean canjeados por otros destinados a financiar un plan
energético.
El
otro interrogante de Capitanich apuntó a qué tiene pensado el Gobierno en
relación con las tarifas. Es otra curiosidad molesta. Equilibrar las cuentas
públicas obliga a controlar los subsidios al consumo de gas y energía
eléctrica. Si se pretende no reducir, sino apenas mantener esas subvenciones en
términos reales, se debería autorizar un aumento de tarifas equivalente a la
inflación. Es decir, no menor a 45%. Ese, con perdón de la palabra, ajuste,
provocaría por un tiempo más inflación.
Capitanich
instaló las incógnitas que formulan los expertos del Fondo cuando miran la
Argentina. Son también las dudas que asaltan a Cristina Kirchner y sus
feligreses más leales cuando desde la Casa Rosada les prometen un ordenamiento
indoloro. Para ellos, Fernández aclaró ayer que no habrá tarifazos y que los
aumentos de los servicios públicos irán de la mano de los aumentos de los
ingresos de los consumidores.
Los
compromisos asumidos
Más
interesantes que los nudos neurálgicos que tocó Capitanich son los que puso en
evidencia el propio Guzmán. Entre los compromisos que él admitió haber asumido
con el Fondo, está la adopción de una política de tasa de interés real
positiva. Es decir, que los ahorros se remuneren por encima de la inflación.
Aquí se abren dos enigmas. Uno es si el ministro sabrá que con esa idea está
demoliendo un tótem principal de la mitología kirchnerista. Los gobiernos de
Néstor y Cristina Kirchner estuvieron siempre atentos a que la remuneración del
dinero estuviera por debajo de la inflación, de tal manera que el consumo se
viera incentivado. Guzmán quiere cuestionar ese dogma.
El
otro enigma es si él se da cuenta de que una tasa de interés que supere a la
carrera de los precios obliga a un, de nuevo la palabrota es inevitable,
ajuste. Muy sencillo: con tasas más altas, al Tesoro le resultará mucho más
difícil endeudarse. ¿Cómo compensará el financiamiento al que viene accediendo
cuando emite títulos en pesos? Una respuesta posible, pero inaceptable, sería
“con más inflación”. La otra, tomando préstamos de organismos multilaterales
distintos del Fondo. El Banco Mundial o el BID, por ejemplo. Pero ayer el mismo
Guzmán no se mostró muy seguro de disponer de esa alternativa. Esa
incertidumbre fue toda una novedad, porque en la defensa del presupuesto
delante de los diputados el ministro había asegurado que de esos dos bancos
conseguiría 12.000 millones de dólares para solventar el desequilibrio del
Tesoro. Enseguida se corrigió: dijo que solo contaría con 6000 millones. Sería
el triple de los créditos habituales de esos organismos. Ayer prefirió no
aventurar cifras. Hizo bien. Lo importante es resolver este acertijo: ¿cómo
haría Guzmán para tener una estrategia de tasa de interés real negativa sin
someter al Estado, y a la economía en su conjunto, a una importante
racionalización?
El
planteo de ayer inspira otra pregunta. Solo por curiosidad: si un esquema de
tasa superior a la inflación sería saludable para la vida material de “la
patria”, ¿no habría que adoptarlo desde ahora? ¿Por qué depende de un acuerdo
con el Fondo para hacer lo que cree que hay que hacer? ¿O será que desde
Economía están contrabandeando como propios programas destinados a desalentar
el consumo que vienen impuestos desde Washington? Imposible: Alberto Fernández
ya aclaró que no va a tolerar que se menoscabe la soberanía nacional.
Como
suele suceder, la exposición plagada de abstracciones que ofreció ayer Guzmán
sobre los distintos aspectos de la negociación con el Fondo lo mostró
encapsulado en una burbuja.
Es
decir, el ministro no solo no asumió el dramatismo de la inflación; tampoco
hizo referencia a un derrumbe en el precio de los bonos soberanos, que
perdieron 66% de su valor desde que fueron reestructurados, hace poco más de un
año; ignoró que el Banco Central se está quedando sin reservas líquidas a pesar
de que el superávit de comercio acumuló 30.000 millones de dólares en los
últimos dos años, una pesadilla que inquieta cada día más a Miguel Pesce.
Sobre
este paisaje, se recortan un presidente y un ministro que se plantearon
objetivos imposibles. En un principio fue conseguir un plazo de repago de la
deuda que no está contemplado en los estatutos del Fondo; siguió la pretensión,
también denegada, de recortar la sobretasa de los préstamos que ex ceden el
cupo del país; se insinuó reducir desembolsos a cambio de acciones climáticas;
el Presidente afirmó el 12 de octubre, almorzando con un grupo de empresarios,
que el acuerdo ya estaba había concluido; prometió el 14 de noviembre que en
dos semanas enviaría al Congreso un presupuesto plurianual que todavía no
llegó; ni siquiera pudo conseguir la aprobación del presupuesto convencional;
la última novedad, en esta secuencia de autoengaños, fue la promesa de Guzmán,
formulada al propio Presidente, de que en 10 días estará firmada la carta de
intención.
Ese
compromiso no parece verosímil. Recién anteayer asumió sus funciones Ilan
Goldfajn, el nuevo director del Hemisferio Occidental del Fondo. Será el
responsable directo del acuerdo con la Argentina. Por lo que ha trascendido de
sus colaboradores, Goldfajn todavía no ha tomado contacto con el programa de
Guzmán. Si es que ese programa existe.
Este
brasileño, que viene realizando una brillante carrera profesional, tendrá un
solo objetivo en relación con Alberto Fernández y su gobierno: evitar que el
plan que se adopte merezca una autocrítica como la que costó la carrera de su
antecesor, Alejandro Werner. Es de sentido común que Goldfajn mire el cuadro
económico argentino a la luz de una variable inmediata: la caída de reservas,
que ha llegado a niveles inquietantes.
La
geopolítica
Guzmán
insistió ayer con un criterio extraño: atribuir sus dificultades para un
entendimiento no a los dilemas, endiablados y preexistentes a su
administración, de la economía, sino a misteriosos designios “geopolíticos”.
El
ministro insiste en que él y el Presidente consiguieron el aval para un
entendimiento de un grupo de países. Es una afirmación audaz, sobre todo cuando
no se alcanzó ese entendimiento. Ni siquiera existe un plan.
Además,
Guzmán afirma que falta, por razones “geopolíticas”, el apoyo de otros países.
Se refiere nada menos que a los Estados Unidos, principal accionista del Fondo
y, además, responsable natural de las negociaciones con países del continente
americano.
La
forma en que Guzmán pretende resolver ese inconveniente deja la impresión de
que no quiere resolverlo: desde hace meses viene sometiendo a un ataque
obsesivo a los que convalidaron el programa acordado con Mauricio Macri. Su
blanco preferido es David Lipton, en aquel momento representante de los Estados
Unidos en el Fondo, y ahora principal asesor de la secretaria del Tesoro, Janet
Yellen, en esta negociación.
El
ministro quiso velar con ambigüedades este conflicto, que es hoy el centro del
problema. Pero Axel Kicillof se lo impidió: ayer agradeció a Guzmán que haya
expuesto todas las dificultades que plantea un acuerdo y atribuyó esas
dificultades a un entredicho con los Estados Unidos. Hay que suponer que Kicillof
quiere ayudar a Guzmán. ¿O no?
En
la misma línea de politización de la negociación, el Presidente y el ministro
insistieron ayer en que el acuerdo con el Fondo Monetario debe comprometer a
todas las expresiones políticas. Es un recurso que ya utilizó en Grecia, en
2015, Yanis Varoufakis. Era el ministro de Economía que en medio de la tormenta
le planteó a su colega alemán, el prestigioso y prosaico Wolfgang Schäuble, que
no podía avanzar hacia determinados ajustes porque el consenso político de su país,
que es una democracia, se lo impedía. Schäuble, que era a Varoufakis lo que
Yellen es a Guzmán, le respondió con la misma lógica democrática: “Yo no tengo
la culpa de que ustedes hayan hecho promesas electorales a cuenta de terceros”.
Dicho en los términos en que Takahiro Nakamae, el embajador de Japón en Buenos
Aires, explicó las restricciones de su país para aceptar una demora en el pago
del Club de París: “Estamos hablando de dineros de los contribuyentes
japoneses”. Habría que agregar: que también votan. Dicho sea de paso: Japón es
el segundo accionista del Fondo.
La
invitación a los gobernadores de la oposición a convalidar un programa vacío de
contenido estaba dirigida a que Guzmán utilizara el argumento de Varoufakis.
Los radicales Gustavo Valdés, Gerardo Morales y Rodolfo Suárez enviaron
emisarios. Prefieren escuchar al ministro en el Congreso, posiblemente en dos
semanas.
La
estrategia que se dio la Casa Rosada frente a estos dirigentes es también
incomprensible: los convoca a acompañar y les imputa todos los males del
endeudamiento, sin advertir que –más allá de la discusión sobre la política
económica de Macri– Cambiemos heredó un déficit colosal de Cristina Kirchner y
de Kicillof.
Sin
advertir tampoco que, en lo que va de su administración, la deuda tomada por
Fernández es más abultada que la de su antecesor.
Si
se repasan con cierta lógica las razones y los procedimientos de Fernández y
Guzmán, todo indicaría que no pretenden alcanzar un acuerdo con el Fondo. Pero
hay que recordar que el Presidente detesta la coherencia de los medios con los
fines. Es probable, por lo tanto, que el garabato que viene diseñando hasta
ahora sea su hoja de ruta para llegar a un entendimiento.
El
ministro evitó hablar del principal problema de la economía argentina: la
inflación
Tampoco
hizo referencia al derrumbe de los bonos.
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