Por
Carlos Pagni - Más allá de los esfuerzos publicitarios del oficialismo para
disimularlo, las elecciones de este año fueron catastróficas para el Frente de
Todos. En dos años perdió 5.200.000 votos. Fue una caída del 40% con respecto a
la cosecha que había logrado en 2019.
Es
cierto que se trata de dos comicios distintos. Pero es la referencia más
aproximada para calibrar la suerte que corre el Gobierno frente a la
ciudadanía.
Esta
retracción dispara varias consecuencias. Una de ellas es que resulta imposible
caracterizar al kirchnerismo de esta etapa como un monstruo hegemónico. Entre
otras cosas porque la gravitación de Cristina Kirchner, que es la líder y
constructora de esta fuerza política, quedó en una situación menguante.
Se
trata de un cambio con proyecciones sobre todo el juego del poder. La
inclinación hacia el despotismo fue la razón más poderosa de la polarización
que se ha verificado en la esfera pública desde hace más de una década.
Atenuado ese riesgo, también se modifica esa organización de la escena en dos
bloques homogéneos y enfrentados. El bando oficial pierde cohesión. Las fisuras
son cada día más visibles. En la oposición sucede algo parecido. El principal
factor aglutinante de Juntos por el Cambio fue el temor a un desborde
autoritario. La unidad de esa coalición fue, por sobre cualquier otra
condición, una unidad antikirchnerista. El debilitamiento del kirchnerismo
relaja la consistencia del otro bando. Es lo que sucede en estos días. Las dos
organizaciones dominantes del sistema están dando señales de una dispersión.
La
marcha del viernes a la Plaza de Mayo para celebrar la continuidad democrática
se inscribe en este cuadro general. Antes que nada, es una concentración para
exaltar a los Kirchner, sobre todo a la vicepresidenta. El primero en
convocarla fue su hijo, Máximo, quien llamó a “reventar la plaza en serio”.
Como si lo del 17 de noviembre, cuando él y su Cámpora llegaron tarde, hubiera
sido en broma. Ayer la señora de Kirchner formuló una invitación personal con
un video y un mensaje en off. Avisó que va a haber música, por si los líderes
que subirán al escenario no entusiasman demasiado. A la “Plaza de Alberto” le
llegó la “Plaza de Cristina”. La lucha es incruenta. Se tiran con plazas.
La
ocurrencia de realizar una movilización surgió cuando los Kirchner se enteraron
de que el gremialista Víctor Santa María y el exministro de Educación Nicolás
Trotta habían invitado a Lula da Silva a pasar unos días en Buenos Aires. Lula
es un símbolo para la señora de Kirchner. En primer lugar, porque encarna con
menos imperfecciones su coartada del lawfare: el juez que lo condenó, Sergio
Moro, terminó siendo ministro de Jair Bolsonaro, que llegó a la presidencia de
Brasil con la ventaja de que su principal rival estaba preso. La vicepresidenta
se miró siempre en ese espejo. A tal punto que, cuando se reconcilió con
Alberto Fernández, lo primero que le pidió fue que inicie una campaña
internacional a favor de la liberación del líder del PT. A estas afinidades se
les suma otra atracción: Lula podría regresar al poder, una chance muy
estimulante para quien acaba de ser derrotada.
La
euforia de Cristina Kirchner por este reencuentro con Lula es tan intensa que
le impidió registrar que, también invitado por Santa María, estará en Buenos
Aires el uruguayo José “Pepe” Mujica, quien con ese tono de Viejo Vizcacha
inofensivo suele referirse a ella como “la Vieja”. En la invitación de ayer ni
lo mencionó. Es comprensible. Mujica no tiene abiertas causas judiciales y
nadie lo ha acusado de haber tocado una moneda. Es decir, se salvó del lawfare.
No sirve para nada. Por suerte el Presidente lanzó su propio video, con su
propia invitación, e incluyó al expresidente del Frente Amplio.
Es
posible que Lula y Mujica se alojen en uno de los coquetos hoteles del
sindicato de Santa María, que regentea la hija de Silvia Majdalani. Alguien
debería advertirles a los dos turistas que se abstengan de comentar
intimidades: las Majdalani tienen una pasión desordenada por el uso de micrófonos.
La
“Plaza de Cristina” será distinta de la “Plaza de Alberto”. En principio,
mañana habrá pañuelos blancos. En la celebración del Presidente, las Madres y
las Abuelas estuvieron ausentes. Habrá otras diferencias. La CGT, que es hoy el
apoyo más sólido con que cuenta Fernández, tendrá una presencia apenas
testimonial. Los movimientos sociales, en especial el Evita, llevarán gente a
reglamento. Están más comprometidos que los gremialistas porque casi todos sus
líderes son funcionarios del Gobierno. Por las dudas de que la plaza no
reviente, uno de los lugartenientes de Máximo Kirchner, Andrés “Cuervo”
Larroque, adelantó en una entrevista con Daniel Tognetti que tal vez no puedan
llevar a todo el público que desearían porque la iniciativa surgió de un momento
para otro.
Quedan
dos incógnitas flotando. La primera: qué compromiso tendrán los intendentes del
conurbano bonaerense. Es un interrogante significativo porque la concentración
frente a la Casa Rosada se está convirtiendo en un indicador de las adhesiones
o los disensos que cosechan los Kirchner, madre e hijo, en el seno del Frente
de Todos. Los jefes municipales están hoy interesados en evadir la ley que les
impide más de una reelección. Esa ley, promovida por Sergio Massa en
combinación con María Eugenia Vidal, facilitaba el objetivo de La Cámpora de
colonizar el conurbano. Ahora el juego empieza a darse vuelta. Muchos alcaldes
fantasean con que una ley provincial habilite el adelantamiento de las
elecciones locales en 2023, para que se realicen separadas de la nacional. Si
Cristina Kirchner quisiera, como
pronostican,
postularse como senadora, se encontraría con un molesto inconveniente. Otro
pormenor a observar: todavía no tiene fecha la asunción de Máximo como
presidente del PJ provincial. El otro enigma es cuánta gente llevarán Massa y
su Frente Renovador, que podrían sorprender con pancartas en defensa del fiscal
Claudio Scapolan, acusado de regentear una banda de narcos en la zona norte.
Malena Galmarini habría conseguido, ayudada por el gestor judicial Javier
Fernández, que la Cámara de San Martín desplace del caso a Sandra Arroyo, que
procesó a Scapolán. De esto no se hablará en la “Plaza de Cristina”. El lawfare
no llega a tanto.
No
debería llamar la atención que el poder de movilización del oficialismo
comience a reflejar el nivel de su conflicto interno. Nadie se anima a hacer
una apuesta firme, pero en el entorno de Alberto Fernández gana espacio la
fantasía de que ha resuelto pararse sobre su eje y privilegiar el rumbo de su
administración por encima de la armonía entre facciones. Fue el efecto, dicen,
del piquete de ministros que le organizó la vicepresidenta el 15 de septiembre,
después de las malhadadas primarias. Esta decisión se expresa en la formación
de una alianza con los actores que montaron el festejo de la derrota el 17 de
noviembre: sindicatos, movimientos sociales y, en un plano más difuso, algunos
gobernadores.
La
formación de esta masa crítica responde, además, a la urgencia por definir una
orientación a partir de la encrucijada que plantean los vencimientos con el
FMI. Fernández debe resolver si sostiene sin vacilar una política de ajustes:
aumentos de tarifas, devaluación del dólar oficial, recortes en la obra
pública. El programa va más allá de lo económico. Se trata de una negociación
con potencias, no con agentes financieros. Por lo tanto, implica un
alineamiento geopolítico. La señal inicial de esta determinación ya se produjo:
Fernández va a participar de la cumbre por la democracia convocada por Joe
Biden. Es un encuentro contra la corrupción, el autoritarismo y en favor de los
derechos humanos que, con arreglo a esas consignas, deja afuera a China, Rusia,
Irán, Cuba, Nicaragua y Bolivia. Venezuela va a estar presente, pero en la
figura de Juan Guaidó, a quien el Gobierno dejó de reconocer como presidente,
en beneficio de Nicolás Maduro. Los chinos estarán representados por Taiwán, al
que Pekín no reconoce como Estado.
El
alineamiento de Fernández con la Casa Blanca es un triunfo de Gustavo Beliz y
de Jorge Argüello. Juan Manzur integra la misma escuadra, inspirado por el
controvertido Gustavo Cinosi, su asesor de todas las horas. Cinosi, odiado por
Cristina Kirchner, es la mano derecha de Luis Almagro, el secretario general de
la OEA. Manzur no ha logrado todavía que Fernández se reconcilie con ese
uruguayo. Más decisivo es Argüello, el embajador en Washington. Está en
Yakarta, en una reunión del G-20. Allí negoció los últimos detalles de la
participación del Presidente en la reunión de Biden, con el segundo del Consejo
Nacional de Seguridad, Daleep Singh. Detalle significativo: Singh es el
responsable del área económica de esa oficina. El Gobierno espera que sea la
palanca que flexibilice en favor de la Argentina la intransigencia ortodoxa del
Departamento del Tesoro, que es el responsable de fijar la posición de los
Estados Unidos en el FMI.
En
toda esta trama jugó un papel el ministro de Trabajo, Claudio Moroni. Él ya
intervino en un encuentro preparatorio de la cumbre de Biden, junto con su
colega norteamericano Martin Walsh. El tercer panelista fue Guy Ryder, titular
de la OIT. El tejedor de esta reunión fue el secretario general de la Uocra,
Gerardo Martínez, que se desempeña desde hace años como “canciller” de la CGT
en Ginebra y Washington. La proximidad de Martínez con Walsh es fácil de
explicar: el secretario de Trabajo de Biden también proviene del gremio de la
construcción, desde donde se proyectó a la política hasta ser alcalde de
Boston.
Como
se puede advertir, se multiplican las acciones que pretenden llevar a Alberto
Fernández en una dirección. Y, en consecuencia, se multiplican las reacciones:
la más reciente fue del Cuervo Larroque en la misma entrevista con Tognetti, en
la que declaró que la política de precios de Matías Kulfas había fracasado.
Kulfas integra, con Moroni, el dúo de mayor confianza del Premuchos sidente. La
dispersión oficialista es un signo de debilidad que relaja también el tejido
opositor. Juntos por el Cambio deberá volver a redactar su contrato interno.
Además de una tarea más incierta: sobreponerse a la irrefrenable propensión
facciosa del radicalismo. Un gen suicida que acaso provenga de su fundador.
Estos desafíos son importantes en la medida en que en esa fuerza no existe un
liderazgo claro.
La
inauguración de este nuevo orden de problemas apareció en el bloque de
diputados radicales. Allí se manifestó una novedad: la UCR vuelve a tener dos
líneas internas. Una de ellas, encabezada por los porteños Martín Lousteau y
Emiliano Yacobitti y por el cordobés Rodrigo de Loredo, se dio a conocer de
manera estridente, armando una bancada aparte en la Cámara baja.
El
casus belli de la ruptura es cordobés. De Loredo, que viene de vencer a Mario
Negri en las internas de la provincia, se negó, con bastante lógica, a aceptar
su jefatura dentro del bloque. Aquí aparecen los dos misterios de esta crisis.
Primero: por qué el grupo mayoritario no postuló a otro diputado en reemplazo
de Negri. Segundo: por qué Yacobitti y De Loredo, que tenían pensado armar su
propio grupo desde hace por lo menos dos meses, se sometieron a una votación y
después no aceptaron el resultado.
Sería
una ingenuidad suponer que esta tormenta tiene que ver con el control del
bloque de diputados. Detrás de ella está la disputa por la conducción del
partido, que se decide el próximo 17. Es casi inevitable que el ju je ño G erar
do Morales se haga cargo de la presidencia del comité nacional. Acaba de dar la
última puntada, un acuerdo con el gravitante mendocino Alfredo Cornejo, que se
encumbrará como jefe de un interbloque en el Senado. Este pacto Cornejo-Morales
aisló más a Lousteau en esa cámara.
Morales
lidera, hasta ahora, al grupo que en Diputados atornilló a Negri en el sillón.
Este bloque esgrime en contra de Lousteau y Yacobitti tres argumentos. 1) No
respetaron la unidad partidaria. 2) Benefician a Pro, en la figura de Horacio
Rodríguez Larreta, aliado del radicalismo porteño. 3) Favorecen al Gobierno.
Desde el otro bando contestan con precisión simétrica: 1) Morales quebró en
2001 el bloque de senadores levantándose nada menos que contra Raúl Alfonsín.
2) El gobernador es un aliado explícito de Patricia Bullrich, con quien ya
lanzó una fórmula presidencial. 3) Morales es el más activo socio del Gobierno
y, sobre todo, de Sergio Massa. Lo demostró cuando sus diputados votaron a favor
el Consenso Fiscal, el impuesto a las grandes fortunas y la ley de
biocombustibles; y cuando favorecieron, ausentándose, leyes como la quita de
fondos a la ciudad de Buenos Aires, que gobierna Juntos por el Cambio. Como se
puede advertir, se trata de una disputa sin argumentos, sin agenda. Es natural.
Las dos facciones no piensan distinto, sino que quieren lo mismo. ¿Qué buscan?
La candidatura presidencial de 2023. Un grupo tiene, por ahora, a Morales. El
otro carece de postulante. Pero, en la fractura del bloque, demostró contar con
dos distritos claves: Córdoba y la Capital Federal. Ahora deberán desmentir el
diagnóstico del politólogo Andrés Malamud sobre esta resurrección de la UCR:
“Los radicales olfatean el poder y huyen en sentido contrario”.ß
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