Por Juan José Battaglia* - Javier Milei asumió con la economía en terapia intensiva. Más que pesada, la herencia era mortal. En tan solo un año de gobierno, los avances en la política económica han sido extraordinarios. El Gobierno heredó una inflación mensual del 12%, una brecha cambiaria del 170% y una enorme distorsión de precios relativos. Imposible no ponderar que la inflación de noviembre se ubicó en 2,4%, la brecha cambiaria bajó al 15%, mientras que las tarifas están, en gran parte, alineadas. Las reservas iniciales eran negativas por US$11.000 millones, con una demanda de pesos por el piso. Hoy, las reservas son negativas en solamente US$2000 millones. En el camino, se pagó deuda por más de US$10.000 millones y se normalizó la deuda por importaciones. Además, con orden fiscal, se generó un bienvenido aumento en la demanda de pesos. El Gobierno también recibió un déficit primario del 3% del PBI, financiado puramente con emisión monetaria, y un gasto público consolidado que representaba el 40% del producto. En lo que va del año, el resultado primario fue positivo en 2% del PBI, y el gasto consolidado cerrará el año en torno al 34% del producto. Este ajuste, aunque drástico, era necesario. Cabe destacar que las jubilaciones mantuvieron su poder de compra, mientras que la asignación universal por hijo (AUH) creció muy por encima de la inflación. El aspecto más relevante es que estos logros se obtuvieron sin quebrantar derechos de propiedad: no hubo plan Bonex, hiperinflaciones, reperfilamientos ni default de deuda. Mencionados los méritos, creo que al equipo económico aún le queda un gran desafío por delante: el régimen cambiario. En este punto, me gustaría centrarme. ¿Es justo enfatizar las críticas? Podría parecer injusto, especialmente tras la enorme irresponsabilidad y el desmanejo económico de la gestión anterior. Sin embargo, la mejor manera de evitar un retorno a las políticas del fracaso es, precisamente, a través de un debate responsable y desprovisto de mezquindades. El dólar en términos reales frente a nuestros socios comerciales (TCRM) casi ha vuelto al nivel previo a la devaluación de diciembre del año pasado, cuando asumió Milei. Para poner en perspectiva este nivel, estamos a sólo un 10% de retornar a los valores observados durante el periodo 1999-2001 o hacia finales del segundo gobierno de CFK en 2015. En estas tres ocasiones, la historia terminó muy mal. ¿Podría ser diferente esta vez? Para que ello sea posible, es necesario que el déficit de la cuenta corriente sea financiable. Un déficit en la cuenta corriente implica que un país gasta más de lo que produce, lo que lo obliga a recurrir al ahorro externo para cubrir este exceso de gasto doméstico. Existen tres argumentos sólidos, habitualmente esgrimidos por el Gobierno, que podrían justificar que esta apreciación del TCRM es sostenible. Con el ajuste fiscal implementado, el exceso de gasto del sector público ha desaparecido, lo cual permitiría un menor TCRM. El segundo argumento es el tremendo excedente exportador que generará Vaca Muerta. Este año, el balance externo del complejo energético será positivo en cerca de US$5000 millones y crecerá de manera consistente en los próximos años. Por último, el Banco Central está comprando reservas con este tipo de cambio. Estos puntos no disipan mi preocupación. En primer lugar, está el sector privado. Un tipo de cambio muy apreciado puede generar serios problemas en el sector transable, que incluye no solo bienes, sino también servicios. De hecho, aún no se han reducido los impuestos a la producción, lo que podría derivar en graves problemas para el nivel de empleo en el sector transable. Basta con recordar el desenlace de la convertibilidad para entender los riesgos. En segundo lugar, parte de la literatura económica destaca las bondades de un tipo de cambio competitivo como herramienta para el desarrollo. Aunque reconozco que esta visión es minoritaria (y en la cual me incluyo), sí existe un consenso amplio en la literatura sobre el origen de las crisis externas asociadas a déficits de cuenta corriente insostenibles bajo regímenes de tipo de cambio fijo o esquemas como las tablitas cambiarias (crawling pegs). La afirmación de que “sin déficit fiscal no puede haber crisis” carece de sustento empírico. En las severas crisis externas de Chile (1982), México (1994), Brasil (1998) o nuestro colapso de 2001 no hubo problemas fiscales, pero sí cuentas externas deficitarias vinculadas a regímenes cambiarios inflexibles. En cuanto a Vaca Muerta, sin duda es un motivo para ilusionarse, pero no para gastar a cuenta. Recordemos que cuando la economía argentina crece un 1%, las importaciones suelen aumentar en torno al 3%. La potencial oferta de divisas podría ser útil para financiar el crecimiento a largo plazo, pero no dejará mucho margen para un “desborde” de argentinos hacia Florianópolis, Miami o Punta del Este. Finalmente, no se puede ignorar la excelente racha compradora del Banco Central en los últimos meses. Sin embargo, esta dinámica está fuertemente vinculada al blanqueo de capitales y al flujo de dólares dentro del sistema financiero local. A mi juicio, esta dinámica no parece ser sostenible. Es demasiado pronto para determinar cuán deficitaria será la cuenta corriente, dado los profundos cambios que estamos atravesando. Los grandes déficits externos en la Argentina históricamente han tenido desenlaces desfavorables. Un ejemplo claro es 2017, cuando el gobierno de Cambiemos cometió el error de creer que podía financiar un déficit de 4 o 5 puntos del PBI. Nuestro país no puede sostener déficits de esa magnitud, ya que, para ello, se requiere una importante entrada de inversión extranjera directa (IED). A diferencia de México, Brasil, Chile, Perú y Colombia, que financian gran parte de sus cuentas corrientes con IED, Argentina aún no ha alcanzado ese nivel. Debemos ser pacientes, especialmente tras tantos años de desmanejo económico. Tras los grandes méritos y cambios logrados en el primer año de gestión, el Gobierno enfrenta dos alternativas: enamorarse del esquema actual de un régimen cambiario rígido con cepo, o avanzar hacia un modelo más flexible que permita minimizar los riesgos asociados al sector externo. Con este último esquema, la desinflación podría tomar más tiempo y podríamos enfrentar una mayor volatilidad del tipo de cambio. Sin embargo, aunque esta opción implique algún costo político, sin dudas es el camino más deseable para salir de nuestro estancamiento. Afortunadamente, los debates sobre la monetización del déficit fiscal, la hiperinflación o los defaults han quedado atrás. Ahora es momento de abrir paso a una discusión mucho más esperanzadora, aunque no menos desafiante, para el futuro de la economía argentina. ß El Gobierno enfrenta dos alternativas: enamorarse del actual régimen cambiario rígido con cepo, o avanzar hacia un modelo más flexible |