Por Agustín Salvia
- Según el Indec, durante el primer semestre la pobreza ascendió al 40,1% y,
dentro de ella, la tasa de indigencia también aumentó, afectando al 9,3% de la
población.
Si bien estos datos
no sorprenden, dado el régimen inflacionario que degrada los ingresos de los
hogares, en el marco de la crisis que transitamos, se trata de datos que van
quedando viejos.
Durante los últimos
meses, la situación habría empeorado aún más, y eso sigue sucediendo a pesar de
la lluvia de medidas de alivio social dadas por el oficialismo. Ahora bien, los
problemas que enfrentamos son mucho más complejos.
Si desentrañamos
los datos oficiales, el mundo de la pobreza se conforma, por una parte, de un
25/30% de pobres crónicos (de entre dos y tres generaciones), entre los cuales
el riesgo de pobreza extrema se ha duplicado en los últimos 10 años, y, por
otra, de al menos un 15% de nuevos pobres ex clase media (seis millones de
personas).
Lejos de toda
paradoja, el 48% de la población vive en un hogar que recibe asistencia pública
y apenas tenemos 6,2% de desempleo abierto.
Sin duda, la
situación sería mucho peor si no tuviera lugar, detrás del consumo
inflacionario –en gran parte generado por el gasto social–, un aumento de la
demanda agregada de autoempleos informales de muy baja calidad, a partir de los
cuales las familias pobres luchan por su supervivencia.
Es decir, un
régimen económico estanflacionario que inhibe las inversiones, bloquea la
creación de buenos empleos, extiende la informalidad y, como consecuencia,
genera día a día más pobres y menos clases medias, pero hace posible que los de
abajo sobrevivan en la marginalidad, y que el sistema transite por una relativa
paz social.
Sin embargo, no es
este el caso de los sectores populares y medios, de naturaleza aspiracional,
para quienes la caída –tanto relativa como absoluta– no parece tener piso, y,
peor aún, no tener salida.
Por lo mismo, la
pobreza es apenas la manifestación de problemas mucho más cruciales, tanto
económicos como políticos.
Detrás de los datos
de la pobreza está el persistente fracaso económico de una Argentina que sólo
ofrece oportunidades de progreso al tercio superior de la pirámide social, al
tiempo que se perpetúa la marginalidad en el tercio inferior, y se empuja hacia
abajo al tercio intermedio, indefenso y vulnerable.
En ese marco, no
deben extrañar las expresiones de rechazo a la política en el comportamiento
electoral. Quizá lo que deba sorprender es que la reacción no haya sido ni sea
todavía mayor.
Mucho ruido pero...
La sociedad
argentina acumula varias décadas de mala praxis en materia de crecimiento,
progreso social y distribución del ingreso.
La situación se
explica básicamente por la escasa o nula voluntad de las elites políticas para
asumir la tarea de montar de manera colaborativa acuerdos que permitan tanto
salir de la crisis como garantizar un desarrollo sostenido con inclusión
social.
Un enorme vacío
político que no deja de profundizarse en medio de la actual crisis.
A pesar de que los
discursos crispados, las promesas febriles o las medidas electorales de alivio
social intenten distraer por un momento el cansancio, domina el fastidio y la
anomia ciudadana.
Ni liberales ni
republicanos ni populistas pueden escaparle a la responsabilidad de haber
llegado a este estado de cosas.
En este marco, no
solo la pobreza, la marginalidad y la desigualdad se perpetúan como resultado
de falta de política económica, sino que también se profundiza la desconfianza
en los dirigentes, los partidos, los poderes de la república.
La pérdida de
legitimidad social se extiende a los medios de comunicación, empresas privadas,
sindicatos, movimientos sociales e incluso a las iglesias.
Crecen los
sentimientos anti sistema que hacen posible la emergencia de discursos
autoritarios e irracionales.
La situación es
francamente crítica, pero no sólo en clave al sostenimiento de la paz social,
sino también de la legitimidad de la democracia y de sus instituciones.
Estamos transitando
una crisis fractal, un fin de ciclo, el fin de un régimen económico y político
fallido. Pero a no confundir, el problema no son las instituciones
democráticas, en tanto que constituyen apenas una valiosa caja de herramientas
que requiere de hábiles orfebres; ni mucho menos un pueblo que la lucha
paciente y decentemente todos los días para sobrevivir en paz, pero que demanda
soluciones que la acción política no garantiza.
Un compromiso
central de las democracias maduras ha sido, en un marco de libertades
políticas, crear condiciones para el crecimiento, el progreso y la movilidad
social, elevando el piso de oportunidades de bienestar y reduciendo
injusticias.
En nuestra joven
democracia este compromiso todavía no ha logrado instituirse, ni como práctica
política ni como mandato moral entre las dirigencias. La lucha por el poder en
sí –interés particular inmediato– y no para sí –interés estratégico colectivo–
ha dominado la escena política.
Son las dirigencias
de toda naturaleza las que deben reconvertirse y encarar de manera urgente un
“acuerdo” de reformas económicas, políticas y sociales que nos saquen de la
crisis.
La buena noticia es
que, más por espanto que por amor, están dados los incentivos y las condiciones
materiales para que ello ocurra.
La mala noticia es
que todavía son insuficientes las señales con rumbo a este objetivo en el
interior mis modela clase política. Mientras esto no ocurra, la pobreza, la
desigualdad y el malestar social continuarán creciendo y la democracia
debilitándose, incluso en su capacidad de hallar formas de autopreservación. ß
El mundo de la
pobreza se conforma de un 25/30% de pobres crónicos (entre 2 y 3 generaciones)
y al menos un 15% de nuevos pobres (ex clase media)
El autor es jefe
del Observatorio de la Deuda Social Argentina/UCA UBA/CONICET |