Por Guillermo
Oliveto - Si hubiera que escoger un sentimiento que expresara la vibración
social de estos momentos, sería dolor. La definición de la palabra contiene
múltiples significados: “pena, tristeza o lástima que se experimenta de manera
intensa por motivos emocionales o anímicos”. A fin de refrendarlo con una cita
textual capaz de ilustrar ese registro, podríamos usar esta que se repite en
nuestras investigaciones: “La Argentina me duele”.
La sociedad,
desilusionada, se percibe sola y abandonada a su suerte en un sistema que
horada día a día su calidad de vida. Algo que juzga injusto. Se enfrenta, en
una pelea muy desigual, a fuerzas que la desgastan. Vivir en estado de alerta
permanente requiere cantidades de energía desproporcionadas que se malgastan en
tareas de carácter defensivo en lugar de aplicarse a cuestiones más
productivas.
No hay mañana,
cuando la capacidad para imaginar el futuro fue anulada. Solo hay hoy. Sin nada
que lo entusiasme y le haga levantar la mirada, ese cuerpo colectivo avanza
cabizbajo y a ciegas hacia el proceso electoral que, de una manera u otra,
afectará ese futuro que hoy es incapaz de vislumbrar.
Mientras tanto
esconde en su carácter resiliente las fragilidades que lo invaden en la
intimidad. Llena cines, teatros, recitales, estadios, shoppings, restaurantes y
bares no porque la vida en nuestro país sea una fiesta, sino, justamente,
porque no lo es. Son consumos que estimulan la libido y que ofician como
paliativos para sobrellevar la angustia. La incertidumbre total que agobia a
los argentinos se agudiza e incrementa las dosis de evasión necesarias.
Estas son algunas
conclusiones preliminares de nuestro último relevamiento del humor social sobre
la base de focus groups que comenzamos la semana pasada y todavía continuamos
relevando.
Sobrevivientes
por naturaleza
Los seres humanos
fueron capaces de evolucionar de un modo superlativo por la capacidad de
organizarse en grupos y de adaptarse a todos los contextos. Incluso los peores.
El Homo sapiens resultó una especie extraordinaria por su plasticidad física,
mental y espiritual.
En su reciente
ensayo Dignos de ser humanos, el historiador Rutger Bregman, nacido en los
Países Bajos, rescata historias que confirman en los hechos cómo esa
maleabilidad de la que estamos hechos nos permitió sobrevivir.
Cita entre otros el
informe de un psicoanalista que describió la vida en un barrio del sudeste de
Londres. Ese lugar de la ciudad, como tantos otros, fue muy afectado por los
bombardeos alemanes, que comenzaron el 7 de septiembre de 1940 y se extendieron
por nueve meses.
“Barrios enteros
desaparecieron del mapa. Un millón de edificios sufrieron graves daños o
quedaron en ruinas y hubo que lamentar más de cuarenta mil víctimas mortales.
¿Cómo reaccionaron los británicos?”, se pregunta este joven pensador reconocido
por sus ideas contraintuitivas que abonan, entre otras cosas, la existencia de
la bondad como característica intrínseca de la gran mayoría de las personas
(aunque no todas, obviamente).
Deja la respuesta
en manos del testimonio de John MacCurdy, el mencionado psicólogo, testigo
directo de los hechos: “Los niños seguían jugando en las aceras, la gente que
había salido a hacer sus recados seguía regateando con los comerciantes, un
agente de policía dirigía el tráfico con cara de aburrido y los ciclistas
seguían su camino, desafiando a la muerte y contraviniendo las normas de
tráfico. Que yo viera, nadie se molestó siquiera en mirar al cielo”.
Otra escritora
polémica y controvertida, la argentina Ariana Harwicz, nos trae a la actualidad
en su provocador y lúcido ensayo El ruido de una época.
En el texto expone
muchas de las paradojas de la vida contemporánea. En su opinión, “pensar es
poner en tensión dos cosas opuestas a la vez” y por eso las contradicciones
deben celebrarse, no negarse. Coincido. Eludir o soslayar lo múltiple, lo
diverso y lo interconectado nos conduce al resbaladizo espacio intelectual de
la simplificación que puede derivar en peligrosos errores de interpretación y,
por ende, de cálculo.
Una paradoja en la
guerra
Entre muchos de los
aparentes hechos sin sentido que expone Harwicz en su obra, describe la
paradoja que ocurre en Ucrania en medio de la cruenta guerra con Rusia, que ya
lleva más de 500 días.
Dice que “la Ópera
de Odesa sigue abierta. La gente mira Aida y luego corre a refugiarse ante los
apagones de luz. No representan óperas rusas porque son del enemigo. Es
entendible”. Odesa es la tercera ciudad más grande de Ucrania, y por su
refinada belleza, la llaman “la perla del Mar Negro”.
Tanto hace 80 años
como ahora, lo que vemos es algo que ha ocurrido desde tiempos inmemoriales.
El arte, así como
el entretenimiento, el juego, el placer, el baile, la fiesta y la alegría,
entre otros, resultan nutricios, un alimento para el alma del hombre. Aun en
las peores circunstancias, el ser humano sobrevive siendo, precisamente eso,
humano. Hijos de mil crisis, los argentinos sabemos de qué se trata y conocemos
el truco de memoria.
Pulsiones
humanas en tensión
En mi ensayo de
2014, Argenchip, publiqué la foto de un afiche callejero. La tomé en Roma en
septiembre de 2009, cuando países como Italia, España, Grecia y Portugal
sufrían durísimas consecuencias por la crisis financiera global de aquel
entonces.
Allí se veía a un
grupo de personas en ropa interior sentadas expectantes en sus butacas. Estaban
de frente. Tenían una mirada profunda y desafiante. El aviso decía: “Renuncio a
todo. No al teatro”.
Sigmund Freud
definió este patrón de conducta en su obra de 1920, Más allá del principio del
placer. Lo nominó como pulsión de vida, o Eros. En esa fuerza vital que impulsa
la voluntad de supervivencia, englobó no solo las pulsiones sexuales, sino
también las de autoconservación. Son pulsiones positivas, constructivas,
placenteras, expansivas.
Las opuso a la
pulsión de muerte o Tánatos, una fuerza opuesta también presente en la esencia
dual y contradictoria del ser humano. La pulsión de muerte, que tensiona a la
de vida, es negativa, autodestructiva, agresiva y expresa, acorde con el
pensamiento del padre del psicoanálisis, la tendencia inherente de todo lo vivo
a volver a un estadio previo a la vida, a lo inorgánico.
Esas pulsiones
luchan de manera permanente entre sí, tanto en el interior de las personas, en
su psiquis, como en el exterior, es decir, lo que vuelcan o derraman fuera de
sí y afecta el entorno, a “los otros”.
En ese proceso de
irse de la realidad para poder tolerarla, de exiliarse en su propio país, de
usar la evasión como mecanismo de sanación, los argentinos parecerían estar
conjugando de manera simultánea ambas pulsiones freudianas en dos planos
diferentes y con resultados dispares.
La escena a la que
asistimos, que nos conducirá en un mes a la primera y reveladora instancia del
proceso electoral, queda así profundamente tensionada. Por un lado, en lo
personal, lo individual, lo familiar, la pulsión de vida se impone. Por otro
lado, en lo colectivo, lo gregario, lo nacional, el registro mayoritario de la
ciudadanía es que la pulsión de muerte ha ganado la batalla fáctica y la
simbólica.
Se ve al país
“destrozado, arruinado, quebrado” –cita textual de los focus groups– incluso
peor que en el 2001 porque ni siquiera se espera que se produzca, como en el
pasado, ese renacer de las cenizas a lo ave fénix.
El mecanismo que
tantas veces “nos salvó” está, por primera vez, ausente. Sucede que el
pesimismo se apoderó del inconsciente colectivo de un modo abrumador.
Salir de la
oscuridad
Más allá de la
inflación, que ya se ubicaría cerca del 120% interanual, o de la pobreza, que
sería del 43% en el primer semestre de este año y del 45% en el segundo
trimestre, de acuerdo con las últimas proyecciones de la Universidad di Tella
–todos datos concretos y objetivos de la realidad–, lo que emerge “vacío de
vida” es el sueño argentino.
Para demasiados
habitantes de esta Argentina, eso es algo que ya no existe, un imaginario que
de tanto insistir finalmente fue destruido. Los electores avanzan así hacia las
urnas sintiendo que no van a ninguna parte.
Será una tarea
urgente de los candidatos primero y luego del próximo presidente rescatar al
colectivo social de la oscuridad que le ha quitado al ser nacional las ganas de
vivir. Por más ambiguo, difuso e inasible que resulte, en algún lugar hay un
“nosotros” que nos representa y nos interpela. Si no logramos que esa identidad
colectiva abrace nuevamente la pulsión vital, seguiremos cayendo en la espiral
descendente que conduce a la mediocridad y a la degradación. Sin sueños, no hay
proyecto. Sin proyecto, todos los caminos conducen a ningún lado.
Así están los argentinos
hoy: perdidos en el laberinto de su desilusión. |