Por Sergio
Berensztein - Una sensación rotunda de impunidad, redes mafiosas incrustadas en
las estructuras de poder y hechos tan aberrantes que parecen extraídos de una
película macabra. Una trilogía que surge en carne viva en los hechos recientes
del Chaco, pero que también hemos visto en la Jujuy de Milagro Sala o con el
crimen de María Soledad Morales en Catamarca hace ya más de tres décadas. En
todos los casos, es resultado de un peculiar sistema de poder. Algunos lo
confunden con el feudalismo (una formación precapitalista basada en relaciones
de vasallaje y en el que la religión juega un papel central), pero se trata en
rigor de regímenes neopatrimonialistas, que conviven con sistemas republicanos,
pero que en la práctica se caracterizan por un manejo personalista y
discrecional de fondos públicos, el establecimiento de redes clientelares y el
manoseo permanente de las reglas de juego político para perpetuar y proteger a
las elites enquistadas en el poder. Favorecen a empresas o grupos económicos
con contratos, subsidios y ventajas regulatorias e impositivas, haciendo
desaparecer la línea divisoria entre hacienda pública y finanzas personales o
familiares. Esto se complementa con el nepotismo y el amiguismo, mecanismos de
adscripción basados en la confianza que desplazan a los criterios de idoneidad,
integridad y profesionalismo que deberían imperar en la administración pública.
El
neopatrimonialismo puede ser funcional a las ideologías más diversas, incluido
el populismo intervencionista que suele consagrar una narrativa hiperestatista
y recelosa del sector privado, al tiempo que implica un debilitamiento de la
capacidad efectiva del Estado, capturado por intereses privados ligados a los
estratos gobernantes. En algunos casos, ese retiro o fracaso del Estado en
hacer cumplir la ley conforma el ecosistema ideal para que surjan y se afiancen
desde grupos delictivos hasta terminales de sofisticados entramados de crimen
organizado de naturaleza regional y hasta global. Se verifica de este modo una
máxima que comprobamos en buena parte de nuestro territorio: cuando desaparece
el Estado, se expanden las mafias, en especial las vinculadas al narcotráfico.
Florecen agrupaciones especializadas en extraer recursos económicos tanto a
nivel nacional como provincial o municipal, lideradas por personajes que se
instalan en los círculos de poder y se insertan como candidatos o funcionarios.
Muchas nacen como movimientos sociales o grupos piquetenatural pero con el paso
del tiempo se consolidan como apéndices o satélites de los mecanismos
neopatrimonialistas, con los que establecen una relación simbiótica que puede
derivar en situaciones de extorsión. En el pasado convivimos con grupos
similares de origen sindical. Y también padecemos la patria barrabrava, con sus
oscuras y viciosas relaciones con la política. Se trata de manifestaciones del
mismo fenómeno. La falta de desarrollo institucional formal, complementada con
una economía de mercado vibrante fundamentada en derechos de propiedad
claramente definidos, genera el caldo de cultivo para que broten y echen raíces
redes informales que limitan el Estado de Derecho y se benefician de su
capacidad de obtener rentas e impunidad.
Los episodios
vividos en Jujuy durante los últimos días constituyen una demostración
fehaciente de esta debilidad, fundamentalmente por la ausencia de fuerzas
federales. Los Estados modernos deben garantizar el monopolio de la violencia
legítima y la capacidad para prevenir y disuadir el accionar de grupos o
individuos que alteren el orden público, aunque se disfracen o mezclen con
ciudadanos comunes que buscan expresar pacíficamente su disidencia en el marco
de un sistema democrático que consagra el derecho a la protesta. El uso de la
fuerza para garantizar la seguridad del patrimonio y el control del espacio
público constituye un recurso inevitable, siempre que no se vulneren las reglas
ni los protocolos del caso. “Autoridad” no es lo mismo que “autoritarismo”. Es
que una sociedad que vivió una experiencia tan traumática como los eventos
horrorosos de violencia política y violaciones masivas de los derechos humanos,
sobre todo pero no únicamente durante la última dictadura militar, tenga una
sensibilidad especial con estas cuestiones. Pero a punto de cumplir cuatro
décadas ininterrumpidas de democracia, llama la atención la incapacidad del
Estado para brindar un bien público fundamental como es la seguridad. ¿Tenemos
la infraestructura institucional, el capital humano, los bienes económicos y
los incentivos correctos para garantizar la paz interior, proveer a la defensa
común y asegurar los beneficios de la libertad?
Los acontecimientos
de Jujuy permiten ratificar una vez más que en nuestro país la violencia
política no se explica por la existencia de conflictos étnicos, religiosos,
territoriales o culturales, sino que, al menos en estas últimas cuatro décadas,
está obscena y a menudo impúdicamente vinculada a grupos o personajes enquistados
en el poder que la usan de manera selectiva, puntual y oporros, tunista para
lograr objetivos concretos. No se trata de movimientos o expresiones constantes
o sistemáticas, sino que, curiosamente, aparecen y desaparecen sin que nunca se
esclarezcan del todo su responsabilidad, motivación, organización y
financiamiento. Con la excepción de pequeños grupos de autodenominados
“mapuches” que reclaman tierras en zonas muy cotizadas o de importancia
estratégica (como Bariloche o Vaca Muerta), no existen en nuestro país grupos
que desconozcan la autoridad del Estado, el orden jurídico establecido o la
legitimidad del sistema político y se organicen para luchar por sus intereses
incluyendo métodos violentos, sino que enfrentamos el desafío de pequeñas facciones
incitadas por la política, que consideran que estos hechos acotados de
violencia podrían aportarles algún tipo de beneficio.
Resulta imperioso
considerar el contexto regional y preguntarnos hasta qué punto se trata de
hechos aislados o estamos ante la presencia de una lógica de acción colectiva
con planificación, coordinación, recursos y objetivos deliberados y que forma
parte de una red que opera en distintos países de América Latina para
desestabilizar gobiernos democráticos, obstaculizar la implementación de
políticas promercado o conspirar contra el orden público y promover crisis de
gobernabilidad. Muchos evocaron en estos días los acontecimientos de diciembre
de 2017, cuando una lluvia de piedras impidió la sanción de una reforma
previsional, con la activa participación de legisladores K y de izquierda. Es
fundamental también recordar las revueltas en Santiago de Chile de octubre de
2019, que terminaron con el centro de Santiago vandalizado y subtes y edificios
públicos incendiados. Hay numerosa evidencia de que en ellos participaron
grupos violentos que llegaron y tuvieron comunicación con el exterior. También
debemos considerar lo ocurrido en Perú, durante los acontecimientos que
siguieron a la destitución por parte del Congreso de Pedro Castillo, en
especial con el intento de Evo Morales de liderar una columna que pretendía
ingresar a ese país en apoyo al expresidente. ¿Hubo grupos vinculados a estos
hechos de violencia operando en San Salvador de Jujuy? ¿Hay, como afirma el
exiliado boliviano Carlos Sánchez Berzaín, una red financiada por el
castrochavismo trabajando en la región para erosionar la legitimidad de líderes
democráticamente elegidos y la confianza en la economía de mercado? ¿Busca
acaso un sector del kirchnerismo ser parte de ese entramado?ß
¿Tenemos la
infraestructura institucional, el capital humano, para garantizar la paz
interior, proveer a la defensa común y asegurar los beneficios de la libertad?
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