Por Guillermo
Oliveto - La
sociedad argentina atraviesa un momento opaco. Está mal y teme que las cosas
puedan empeorar de modo imprevisto en cualquier momento. A diferencia de otras
crisis que, a la distancia, hoy juzga durísimas, pero “clásicas”, encuentra una
fisonomía diferente en el tiempo actual.
Esta
es una crisis agónica que devora expectativas, sueños y proyectos en etapas.
Los argentinos se sienten en una especie de pantano. Hacen fuerza para no
hundirse en el fango sin encontrar ninguna base sólida sobre la cual apoyarse
para salir de ese terreno denso, espeso y amenazante. Algunos esbozan cierto
optimismo un tanto vacío que no logran fundamentar más que en el propio deseo
de que las cosas sean diferentes y en una cuestión de fe: “Al final, siempre
salimos”.
Pero
la gran mayoría se percibe rodeada de evidencias que la conducen al hastío, el
hartazgo y la apatía. Para ellos la realidad hoy no solo ya no genera motivos
para el entusiasmo, sino que ahora trae una carga negativa que bordea lo
tóxico. Desde ahí, no hay ningún futuro posible que les resulte alentador. La
frase que resume ese sentir mayoritario está ganando una peligrosa densidad en
las conversaciones cotidianas: “Esto ya no tiene arreglo”.
Describo
aquí en una apretada síntesis algunos de los hallazgos preliminares de nuestro
monitor cualitativo del humor social que concluimos el pasado viernes. Como
toda foto, es eso, una foto. Expresa el sentir colectivo de un momento puntual
que naturalmente puede cambiar, especialmente en una población tan ciclotímica
como la nuestra.
El
problema es que si miramos la película, el continuo se está volviendo cada vez
más oscuro. Este fotograma solo confirma el contenido central del largometraje.
Peter
Drucker, considerado el padre de la gestión empresarial moderna, entre tantas
enseñanzas elaboró un pensamiento que trasciende el mundo de los negocios y que
es válido para cualquier tipo de liderazgo, incluyendo el político: “La cultura
se come a la estrategia en el desayuno”. Pensando en las compañías, él sostenía
que si quienes tenían que implementar las acciones definidas no creían en
ellas, las chances de concretar el plan diseñado eran nulas.
La
resistencia al cambio es el peor enemigo de las promesas más atractivas. Los
líderes empresariales saben que por más adecuada que sea su visión estratégica,
si no logran seducir y convencer a sus equipos, las chances de éxito bajan
considerablemente.
De
modo análogo, lo mismo ocurre al momento de liderar una sociedad. Si la
población no cree que vale la pena hacer el esfuerzo, difícilmente acompañe. Y
mucho más en un sistema democrático hiperconectado donde se vota minuto a
minuto en cada posteo, en cada video y en cada meme que circula por las redes
sociales, WhatsApp y los medios masivos de comunicación.
Soy
de los que, en este caso, disienten de la opinión mayoritaria, y creo que “esto
sí tiene arreglo”.
Desde
el punto de vista económico, está más que claro que una vez más la Argentina
tiene los recursos que necesita el mundo. Un mundo que pasó de ser complejo a
hipercomplejo. Donde los alimentos, la energía y el talento cotizan en alza.
Tres cosas que, bien administradas, pueden expandir sustancialmente los
ingresos del país. Pero, más allá de esto, que es conocido y que sabemos es
condición necesaria pero no suficiente, deposito mi creencia en un aspecto
central de lo que está ocurriendo bajo la superficie, ya no de la tierra, sino
de la sociedad.
Paradójicamente,
baso mi opinión sobre la existencia de un futuro posible superador en la
hondura y el calado que la decepción crónica está teniendo entre los
argentinos.
Lo
primero que se necesita para cambiar es convencerse de que este no es el
camino. En las oscuras profundidades del mal humor social de hoy se enciende
como una señal de S.O.S, apenas audible, pero existente, un grito sordo: “Esto
así no va más”.
Dice
el saber popular que “solo los convencidos convencen”. Bueno, si algo valioso
está ocurriendo en este magma de pesimismo colectivo es la concientización
mayoritaria sobre la imperiosa necesidad de modificar el rumbo.
El
fundamento de mi pensamiento sobre que el país aún “tiene arreglo” es la
existencia de una esperanza realista. Esa esperanza realista se apoya
justamente en el creciente convencimiento que detectamos entre los argentinos
sobre la necesidad de hacer las cosas de otra manera. Por eso pienso que, por
el contrario a la lectura lineal de lo que manifiesta la sociedad, en la
decepción crónica se esconden los fundamentos de esa esperanza hoy oculta.
Para
el grueso de la población, la cultura de los parches, los planes y los
subsidios ha demostrado que puede paliar penurias presentes, pero hoy
comprueban que se agota ahí. Es incapaz de construir una idea que brilla por su
ausencia: futuro. Cuando el presente se convierte en perpetuo, los proyectos se
apagan uno a uno hasta conducir a la anomia generalizada que percibimos hoy en
día.
La
sociedad continúa teniendo algunos incentivos, por supuesto, pero los
circunscribe estrictamente al orden de lo individual y lo familiar, descolgados
del devenir general. En muchos casos, lo que es peor, esos proyectos (muchos de
corto plazo) los concretan no gracias a sino a pesar
de
un entorno que juzgan opresivo. Dicen que hoy el sistema está lleno de trabas,
impedimentos, incertidumbres y sinsentidos. Por ende, en lugar de ayudarlos,
les juega en contra. Tanto a quien tiene una pyme como una gran empresa,
también a los emprendedores y a los independientes, a los formales y a los
informales.
Es
esa búsqueda de un bienestar personal la que impulsó el consumo este año. Y es
probable que, aunque en menor medida dadas las crecientes restricciones, lo
siga haciendo. Si todo sigue más o menos como va, tendremos un verano mejor de
lo que muchos esperan. Los “ciudadanos consumidores” lo dicen de manera muy
clara: “Si no lo hago o no lo compro, exploto”.
Más
que nunca, el consumo se ha vuelto un ansiolítico, tal como explico en mi
último libro Humanidad
ampliada
(publicado en octubre pasado por Editorial Planeta). La gente hoy en la
Argentina no compra porque esté contenta, sino porque está triste, enojada y
estresada. El restaurante, el bar, el recital, el teatro, la cancha, el cine o
el shopping le brindan alegrías efímeras que operan más como sedantes que como
fuentes de un entusiasmo que no logra encontrar casi en nada.
Que
la economía crezca entre 4% y 5% este año y que el consumo masivo concluya
expandiéndose un 2% expresan movimientos que no logran permear en el caparazón
de los desganados argentinos, que recién ahora comienzan a sentir qué implica
un 100% de inflación. Es obvio: que todos los precios de la economía, todos, se
dupliquen año a año, en promedio. Algunos, bastante más.
Como
afirmaba el catalán Jordi Pigem, nunca es bueno “obviar lo obvio”. La esperanza
realista no es lo mismo que el optimismo, dado que en lugar de confiar en la
buenaventura azarosa, hija del destino, cree en la definición de un horizonte
convocante, pero viable (sin pretender imposibles), y en la necesidad de
involucrarse y ponerse en acción. Es decir, no es una cuestión meramente de fe,
sino, sobre todo, de una actitud por ir a buscar aquello en lo que se cree,
haciendo, no esperando.
Esa
latencia también está presente entre los escombros del sentir colectivo. Débil,
frágil, lábil, pero está ahí, pidiendo ser rescatada del fastidio y la opresión
que provocan un día a día al borde de lo insoportable.
Es
un futuro posible, pero no el único. De la capacidad que tengan los líderes
para despertar ese sentimiento depende en buena parte nuestro destino como
sociedad y como país.
Una
sociedad que necesita con urgencia volver a entusiasmarse con lo que podría ser
para escapar de las arenas movedizas de lo que no es.ß |