Por Joaquín Morales Solá - El día que los peronistas celebraron la
lealtad sirvió para que ellos mismos le firmaran un certificado de defunción a
la coalición peronista gobernante. Las fracturas se mostraron en público, a
cielo abierto. Se realizaron cabildos en los que se despotricó contra el Fondo
Monetario, contra los empresarios, contra cualquier signo de progreso económico,
y en los que, de paso, se vapulearon entre ellos de tribuna a tribuna. Sergio
Massa, y su afición por simpatizar con la jefa del FMI, Kristalina Georgieva, y
con funcionarios de Washington, quedó como un exponente solitario de un
gobierno sumido en el desvarío.
El Presidente olfateó previamente ese clima y prefirió inaugurar una
autopista; no estuvo en ninguno de los tres actos. Dio la imagen de un hombre
solo, pero quizás fue el mejor camino ante tanto desorden político e
intelectual. Cristina Kirchner ya se siente la jefa de la oposición a Alberto
Fernández y al propio Massa, que están donde están porque ella los llevó hasta
esas cumbres. ¿Alguien puede suponer que semejante dispersión dentro de la
coalición gobernante podría convertirla a esta en una opción electoral el año
próximo? Nadie. En las condiciones actuales, al menos. Esa alianza entre
peronistas de distinto pelaje, que ideó Alberto Fernández después de la derrota
en las legislativas de 2017 y que hizo suya la vicepresidenta, está
definitivamente herida.
Tal vez el problema de fondo consista en que siempre fue una unión
ilusoria, artificial, creada con el único propósito de sacar a Mauricio Macri
de la poltrona presidencial. Cristina se aprovechó de la ambición siempre
irresuelta del actual presidente (y del rechazo visceral de este a Macri) y del
célebre oportunismo de Massa, capaz de hacer alianzas con Margarita Stolbizer o
con Máximo Kirchner. El problema está ahora, justo cuando faltan apenas 10
meses para las primarias obligatorias antes de las elecciones presidenciales,
si es que el cristinismo no se da el gusto, como parece, de voltear las PASO.
Hay una clara división ideológica entre el pragmatismo de Alberto
Fernández y Massa y la posición extremadamente ideologizada de los dos
Kirchner, madre e hijo. Es una discordia irremediable. El hijísimo se siente el
líder de los que bajaron de Sierra Maestra y la madre intuye que su influencia
política está, sobre todo, entre los que sueñan con una revolución inconclusa.
Massa es un aliado circunstancial del Presidente, porque aquel aspira, en
rigor, a cumplir en 2023 el papel que plasmó Alberto Fernández en 2019. Llegar
a la presidencia de la Nación por obra y gracia de Cristina Kirchner. Imposible
que sobreviva una coalición con semejantes diferencias. El Frente de Todos, tal
como se lo conoció, ya no existe. Ha sido.
Los sindicatos de la CGT están entre la posición clásica y ortodoxa de
“los Gordos”, que representan a los gremios más numerosos del país, y los
delirios combativos del inmanejable Pablo Moyano. Los Moyano son un problema
aparte del país en el presente y en el futuro. Cultivan métodos violentos y
patoteros, se sienten dueños del conflicto laboral y hacen negocios con las dos
manos, mientras predican consignas políticas obsoletas. Hablan el idioma de la
izquierda, pero no se olvidan de los beneficios del capitalismo propio. Moyano
padre es nostálgico de José Gelbard, que llevó el país al Rodrigazo de 1975, y
el hijo supone que está llamado a ser parte de aquella revolución pendiente.
Para peor, “los Gordos” también se sienten despreciados por el gobierno de
Alberto Fernández, en el que creyeron desde el principio. La designación de la
nueva ministra de Trabajo, Raquel “Kelly” Olmos, los dejó fuera de cualquier
espacio de poder. Olmos es una expresión perfecta de la burocracia partidaria
del peronismo capitalino, que siempre perdió, ya sea con el radicalismo de De
la Rúa, con los votantes de Elisa Carrió o con los de Macri. Tampoco debe
olvidarse el problema fundamental de los sindicatos: la inflación, que aún con
los mejores aumentos deja atrasados los salarios de los trabajadores. Esta vez
es cierto que las bases presionan desesperadamente. Sin acceso al núcleo del
poder, si este núcleo existe ya realmente en el peronismo, y con los trabajadores
en estado de permanente rebeldía, los dirigentes sindicales optaron por
reclamar en público que no forman parte de un gobierno peronista. Una novedad
para ellos. Los movimientos sociales, que manejan miles de millones de pesos en
subsidios desde el Ministerio de Desarrollo Social, también creen que merecen
más que lo que les tocó. Más poder, más dinero y más influencia dentro de una
línea ideológica vetusta e inconducente. No hay parche ni alambre que puedan
pegar semejantes estropicios.
Párrafo aparte merecen los discursos que se escucharon. Sindicalistas,
dirigentes de movimientos social y de La Cámpora propusieron desde la
nacionalización de la banca (algo que no se escuchaba desde los años 70) hasta
una política masiva de congelamiento de precios. Por supuesto, los culpables de
todos los males son los empresarios. Por eso, algunos de éstos se equivocaron
cuando en el reciente coloquio de IDEA trataron de seducir a un oficialismo,
que tiene exponentes que quieren jugar al tiro al blanco con ellos. El propio
Pablo Moyano anticipó un festival de resistencia (usó un término barriobajero)
si algún gobierno intentara hacer una reforma laboral, imprescindible para una
economía distinta mejor y para hacerles más fácil el acceso al trabajo en
blanco a los desocupados o a los que trabajan en negro, que son casi la mitad
de los que trabajan.
Si esas son las posiciones de sindicatos y movimientos sociales,
entonces el problema no es solo de Alberto Fernández y de Massa. El conflicto
que asoma se cierne sobre cualquier futuro gobierno que quiera hacer reformas
significativas en un país que ya probó todas las fórmulas del statu quo y le va
cada vez peor. Es una advertencia a Juntos por el Cambio (que debería mirar más
esos problemas que su propio ombligo), porque de esa coalición opositora vienen
las propuestas más insistentes de reformas, que incluyen la laboral, la
previsional y la impositiva. Son cuestiones nucleares para cualquier futura
administración. El Frente de Todos ha muerto probablemente, pero esos discursos
anticiparon guerras letales con la actual oposición si ésta llegara al
gobierno. No solo el oficialismo sade lió envuelto en llamas de la discordia
peronista expuesta mientras se celebraba la lealtad.
Llama la atención que el Gobierno se haya sentido “aliviado” porque
Máximo Kirchner no fue más feroz en sus críticas a la administración de Alberto
Fernández. ¿Quién es Máximo Kirchner? ¿Cuándo ganó una elección que no fuera
bajo la protección del apellido y, sobre todo, de su madre, quien, en cambio,
sí tiene un caudal propio de votos, aunque menguante? Tanto Máximo Kirchner
como su agrupación, La Cámpora, tienen peor imagen ante la opinión pública que
la vicepresidenta y que Alberto Fernández. Los camporistas se sienten ajenos a
un gobierno que trabó acuerdos con el FMI y con Washington, pero no abandonaron
ninguno de los numerosos cargos que tienen en todos los organismos donde se
manejan los recursos más importantes del Estado. Alberto Fernández les debe más
a sus opositores que a los Kirchner a la hora de hacer un balance sobre cómo
pudo gobernar. De hecho, el acuerdo con el Fondo Monetario no hubiera sido
posible sin el apoyo legislativo de Juntos por el Cambio. Podría suceder lo
mismo con el presupuesto de 2023 que está en discusión en el Congreso.
Todos (el cristinismo, el albertismo, los sindicalistas, los movimientos
sociales y La Cámpora) son minorías si se mira lo que piensa y quiere la enorme
mayoría de la sociedad argentina, según cualquier encuesta de opinión pública.
Son expresiones que se dedican a discutir entre ellas, mientras la sociedad
padece los rigores de una economía desquiciada, de una inseguridad insoportable
y de una conmovedora escasez de destino. Pero son minorías intensas, activas y
en condiciones de hacer daño. En un país dony el gobierno se adueña del Estado,
los que están a cargo de la administración nunca son del todo débiles, aunque
estén en condiciones muy frágiles. Como ahora.
En medio de ese paisaje árido y frenético, Carrió recurrió públicamente
a una estrategia novedosa: le reclamó a Alberto Fernández que se haga cargo del
riguroso cumplimiento de las reglas democráticas, frente a los aires despóticos
del cristinismo. Que asegure que las primarias obligatorias se harán y que
habilite la boleta única. Para ella, la gestión del Presidente es un desastre,
pero puede dejar como legado su apego a las formas democráticas frente a los
proyectos autoritarios del cristinismo. Un Sáenz Peña, que en su corto mandato
habilitó el votó universal, secreto y obligatorio, dijo. La ley Sáenz Peña
permitió el acceso al poder del radicalismo y de Hipólito Yrigoyen. “Ese puede
ser el legado de Alberto Fernández, ya que no tiene ningún otro”, añadió la
líder de la Coalición Cívica. Rápida, Carrió acudió en ayuda de un Presidente
que acababa de aceptar en el coloquio de IDEA, aunque indirectamente, que en
gobiernos anteriores del kirchnerismo se pagaron sobornos por la obra pública.
Sucedió cuando les preguntó a los principales empresarios del país si alguien
de su gobierno les había pedido un centavo de coima por una obra pública. La
tarea que Carrió le encomendó a Alberto Fernández no es difícil. El proyecto de
Cristina Kirchner de eliminar las PASO para las próximas elecciones no tiene,
por ahora, los votos necesarios en la Cámara de Diputados. Alberto Fernández
solo necesita ponerse al frente de un fracaso anunciado. Es lo que le queda
cuando la coalición que él urdió se derrumbó ante la mirada indiferente de los
argentinos.ß |