Por
Claudio Jacquelin - El aguinaldo, las Fiestas, el verano y las vacaciones,
hitos ansiados de cada año, no mejoraron en nada el ánimo colectivo. Mucho
menos los anuncios de un preacuerdo con el FMI, rápidamente neutralizado por
las disputas en el seno del poder. En los focus groups se expresa con claridad
y las encuestas lo reafirman.
Las
cifras de ocupación y consumo en los sitios turísticos, que ilusionaron al
Gobierno con una recuperación de la imagen presidencial y en la opinión sobre
la gestión, no se vieron corroboradas por los sondeos. Aunque en el oficialismo
se consuelan con que los números se mantienen estables. Lecturas sesgadas.
Salvo crisis profundas, es en estos meses cuando el humor social mejora y las
miradas se tornan más benévolas. El factor estacional no operó a favor. Estar
igual a veces implica estar peor. Esa debería ser la conclusión correcta.
Las
sombras con las que cerró el año pasado no se disiparon con el comienzo de
2022. Ni siquiera el promocionado preacuerdo con el Fondo modificó las
sensaciones sociales negativas dominantes, aunque en las encuestas contaba a
priori con la adhesión del más del 70 por ciento. Tiene mucho sentido. Desde el
propio oficialismo le quitaron cualquier connotación positiva, cuando no lo
revistieron de atributos decididamente negativos.
“Se
logró lo mejor que se podía conseguir, pero no hay nada para festejar”, dijeron
los defensores. “Traerá ajuste, desocupación y más dependencia”, retrucaron los
críticos. Todos frentetodistas. “Era lo que había que hacer, pero eso no
mejorará en nada nuestra situación”, terminó resumiendo la sociedad. Lógica pura.
El
escepticismo, la falta de expectativas, el hastío, el agotamiento son las
emociones que prevalecen en las consultas. “Si nos volvemos a ver dentro de un
año, te apuesto a que vamos a estar peor”. La consagración del pesimismo que
encierra esa frase, expresada por un participante de un grupo focal organizado
por Trespuntozero, no configura un hecho aislado. Tiene el inquietante valor de
ser una síntesis de las opiniones de los participantes de ese trabajo, según
Shila Vilker, directora de la consultora.
La
mayoría de las encuestas reflejan esa perspectiva negativa. Y algunos advierten
que la profundidad de la desesperanza es más intensa y extensa: “Lo que muchos
piensan ya no es solo que en 2023 vamos a estar peor, sino que la generación de
sus hijos va a estar peor”, señala Pablo Knopoff, director de Isonomía.
Los
problemas que la sociedad percibe como más graves van más allá de la inflación,
que diariamente carcome las expectativas, alimenta la incertidumbre y
profundiza el mal humor. La suba generalizada e incontenible de precios es la
fiebre que desvela y al mismo tiempo revela otros problemas más graves, más
difíciles de resolver. Cada vez queda más claro. Aunque el oficialismo celebre
que el Fondo Monetario no le exige realizar reformas estructurales.
“La
pandemia le dejó a la sociedad una percepción más realista de la situación
objetiva de la Argentina. Tiene la sensación de que si todo sale bien no vamos
a estar mejor y presume que las probabilidades de que salga bien son bajas”,
afirma Guillermo Oliveto, uno de los consultores que con más precisión y
anticipación advirtieron en los dos últimos años la evolución del humor social
y su impacto político.
A
ninguno de los especialistas en opinión pública extrañan las primeras
expresiones de conflictividad social que han empezado a alterar las calles y
las rutas en el comienzo del año. Otro síntoma que muchos temen que se agrave.
“El nivel de crispación individual que hay en la calle, a veces rayano en la
violencia, es muy preocupante”, advierte Oliveto.
Representatividad en crisis
De
todas maneras, hay una coincidencia: si bien la gente está muy disconforme con
su situación personal, con la marcha del país y con la dirigencia, por lo que
el sentimiento de hartazgo es muy elevado, al mismo tiempo casi nadie quiere
que nada se rompa. Esa ambigüedad tiene consecuencias contradictorias.
Así
como en casi todos los sondeos la mayoría de los encuestados (más de la mitad)
dicen no sentirse representados por sus dirigentes, hay una decena de figuras
del oficialismo y de la oposición que reúnen opiniones positivas y adhesiones
de más del 30 por ciento. Comparado con otros países vecinos, no está mal. “Es
lo que hay”, sería la conclusión. O, dicho con más sutileza y precisión,
“cuando se ordena por demanda da mucho peor que cuando se ordena por oferta”,
explica un agudo analista. Los consultados opinan y eligen entre los dirigentes
que están, no sobre los que les gustaría. Todo es relativo.
Una
segunda derivación de esa percepción es que “así como la sociedad empieza a
acostumbrarse a vivir a pesar de estos dirigentes, muchos dirigentes empiezan a
acostumbrarse a vivir sin (pensar en) la sociedad o de espaldas a ella”,
advierte un agudo analista de opinión pública.
El
nivel de desconexión se explica desde el lado de los ciudadanos en un
sentimiento combinado de frustración y defraudación generalizado en su relación
con la dirigencia. Todos de algún modo le fallaron. Pero, de nuevo, “es lo que
hay” (y lo que somos). Más difícil de entender resulta ese escenario desde la
perspectiva de los dirigentes, cuyo sostén y fuente de legitimidad son los ciudadanos.
No lo es tanto.
El
régimen bicoalicionista en el que se ordenó hace tres años el sistema político
argentino retroalimenta, estabiliza y refuerza aquella configuración
disfuncional del vínculo entre las elites políticas y la sociedad.
Aunque
el oficialismo no muestre logros ni rumbos y la oposición cambiemita no ofrezca
un proyecto de país definido mejor ni haya suturado las heridas que dejó de su
paso por el gobierno, la supervivencia de las coaliciones asegura su
competitividad electoral. Nadie rompe ni tiene incentivos para romper. Tampoco
para arriesgar demasiado con algún cambio. Todo se vive en clave electoral. O
instinto de supervivencia. Un elemento más, que se suma al económico, para
sostener el vaticinio de que lo que vendrá se parecerá a una larga agonía
controlada. Sin colapsos, pero sin mejoras de fondo. Un proceso que también
podría definirse como de “encarnizamiento terapéutico”.
El
crecimiento de la imagen del antisistema Javier Milei en el nivel nacional, que
registran casi todos los sondeos, no alcanza aún para poner en riesgo la
competitividad electoral de las dos coaliciones dominantes. Pero es un hecho
que su presencia crece no necesariamente por adscripción ideológica, sino más
bien a fuerza de descontento con todo y con todos. Para mirar con detenimiento.
Crispación y violencia
latente
La
labilidad y la tensión que subyacen en los distintos estamentos de la sociedad
obligan a una actitud preocupante y expectante. “El año todavía no empezó y ya
hay un clima muy denso. Por eso nadie quiere volver de las vacaciones y que el
año empiece de verdad. Las manifestaciones de los movimientos sociales más
radicales y las amenazas de protestas y paros de algunos gremios operan sobre
la fragmentación y descomposición que muestra el oficialismo, aunque no haya
riesgo de ruptura”, admite un consultor con llegada al Gobierno.
La
frágil situación en la frontera de Ucrania que tiene en vilo al mundo sirve
para algunos observadores de parangón de la situación local. Un diplomático
argentino que dice conocer en profundidad lo que piensa Vladimir Putin le explicó
hace algunos días a la cúpula de la Cancillería que “Rusia no quiere ir a una
guerra, sino reposicionarse en el tablero internacional y reducir le influencia
de Estados Unidos en Europa Oriental. Pero todo está tan al límite que por ahí
basta que un ucraniano le robe un chancho a un ruso radicado en Ucrania para
que explote todo”. Cualquier semejanza con la realidad local sería pura
coincidencia.
Las
disputas crecientes en el seno del Gobierno, el proceso de cuestionamiento y
deslegitimación interno de la autoridad de Alberto Fernández y de Martín Guzmán
(huérfano de todo afecto en el FDT), la aplicación práctica y las consecuencias
de lo que se acuerde con el FMI constituyen un andamiaje frágil y demasiado
complejo de administrar sin liderazgo ni sustento político y social.
Las
últimas apariciones en escena del Presidente mostraron un proceso de
descomposición sostenido de la figura triunfante que intentó empezar a
construir al momento de anunciar, hace solo tres semanas, el preacuerdo con el
Fondo.
La
última actuación de Fernández en el juicio contra Cristina Kirchner por
corrupción lo dejó innecesariamente expuesto. Solo una sobrestimación de sus
aptitudes y la necesidad de congraciarse con quien lo hizo presidente explican
que haya querido dar testimonio oral y exponerse a preguntas incómodas cuando
podría haberlo hecho por escrito. Una sobreactuación fallida en todas las
líneas.
Otro
tanto podría decirse de la difusión de ciertas imágenes y expresiones durante
la gira por Rusia y China. Hasta para algunos de sus más fieles colaboradores
resulta difícil de explicar la propensión a autoinfligirse daño de manera
sistemática.
La
reciente definición de un destacado funcionario de Estados Unidos a un
dirigente local pone en inquietante perspectiva la figura y la palabra de
Fernández: “Nosotros sabemos que el Presidente no cree en todo lo que le dijo a
Putin, pero también sabemos que el Presidente no cree en todo lo que nos dice a
nosotros”. Muchos argentinos piensan lo mismo.
Sobre
ese telón de fondo se recortan el hastío, la resignación, el pesimismo y la
creciente conflictividad social. Demasiado para seguir confiando todo a la
voluntad de que nada se rompa. ß
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