Por Julián
Guarino - La ecuación tiene dos partes. Por un lado, y bajo un inédito
hermetismo, el ministro Martín Guzmán pareció
ser, en las últimas horas, y de menor a mayor, convidado a una intensa
negociación con el FMI, ayudado
desde Washington por el representante argentino en el FMI Sergio Chodos. Las variables que ayudaron a ese mayor
dinamismo hay que buscarlas en las distintas gestiones que “la política”
estadounidense habría aceptado realizar con sus colegas del ala técnica y
económica. Lo “insólito” radica en que existe un amplio sector del
Gobierno que no sólo no participa de esas negociaciones, sino que además no
accede siquiera a un leve indicio de contexto. Nada. Casi una especie
de aventura solitaria de Guzmán que podría emerger del túnel en las próximas
horas con alguna propuesta para evaluar junto al presidente Alberto Fernández. Por supuesto hay que incorporar en esta
secuencia al venezolano Luis Cubeddu, pero
también para a la estadounidense Julie Kozak, al frente
de la misión que desde el año pasado mantiene su residencia en estas tierras,
ahora junto a Ben Kelmanson, poseedor de las llaves
de la oficina local.
Si
hay una novedad, es que el pago que debe realizarse mañana por u$s 731 millones
ha sido tomado de rehén. Pareciera que el Gobierno está dispuesto a gatillar ese desembolso si,
de máxima, logra que el FMI se acerque lo más posible a la propuesta de Guzmán
o, en todo caso, si el Gobierno logra avanzar lo suficiente como para abrir una
nueva fase de la negociación con algunas garantías en el haber. Es decir
que la confirmación del pago depende de una sutil percepción: si todo
el Gobierno considera que la instancia de negociación ha dado algún fruto (aunque
aún no se haya llegado a un acuerdo) entonces se autorizaría el pago con el
compromiso de seguir la conversación y respetar lo pactado hasta ese punto.
Claro está que no sólo la Casa Rosada y el Palacio de Hacienda deben corroborar
esa apreciación de avance real -muchas veces subjetiva- en función de la
aversión a la ruptura negociadora. Sabido es que el presidente Fernández ha
sido partidario en las últimas horas de blindar la negociación y despejar el
escenario de cualquier declaración pesimista a diferencia de la vicepresidenta que, desde Honduras, cargó duro contra los organismos
multilaterales de crédito. Ahí radicaría el esfuerzo de Guzmán
por ganar algo de tiempo, dejando trascender desde anoche que había un
acercamiento “en lo fiscal”, uno de los puntos de conflicto con el FMI.
Al menos dos fuentes de Gobierno que participan de las conversaciones con
el FMI señalaban ayer que se habían logrado “avances”, lo que
remitía a la posibilidad de que la Argentina mantenga la chance de conservar su
autonomía para definir qué clase de política fiscal debería aplicar al menos en
los próximos dos años, es decir, 2022 y 2023. Sería entonces un acuerdo de
Facilidades Extendidas sin el compromiso de reformas estructurales en el corto
plazo. A la vez, implicaría cierta flexibilidad en los términos que
se venían negociando hasta ahora referentes a en qué momento el organismo
comenzaría a exigir el equilibrio en las cuentas públicas.
La
posición de la Argentina hasta el momento era de un déficit cero en el año
2027, mientras que el FMI pedía hacerlo en 2024. Si bien no hay detalles al
respecto, todo indica que la Argentina habría logrado aplazar, al menos en
parte, dicho año dicho compromiso. Desde esa perspectiva, la
política local y el Frente de Todos en particular, tienen algo de lo que
agarrarse, toda vez que esa mecánica sirve para patear los vencimientos hacia
adelante y trasladar la discusión a un eventual próximo período de gobierno. Si
se lo piensa, lo más caro para Argentina por estas horas es el tiempo debido a
la delicada situación macro y de reservas. Con tiempo, el Gobierno puede ver la
posibilidad de refinanciar los pagos o incluso hacer desembolsos con el
excedente de la cuenta corriente. Pero si la expectativa está puesta en que
crezcan las exportaciones, entonces el tiempo es vital.
La
otra parte de la ecuación, que hasta ahora se silencia, es la del tipo de cambio y la inflación. Si el FMI
pide devaluación, es decir unificar los tipos de cambio, entonces el shock
inflacionario puede atentar contra la estabilidad, un argumento que suelen
utilizar los exégetas de la dolarización. Una inflación del 50% de base
fogoneado por un compromiso de unificación del tipo de cambio en un periodo
corto de tiempo puede inhibir cualquier acuerdo ventajoso en lo fiscal por el
enorme deterioro social en el poder adquisitivo y en las condiciones de
vida. Cabe preguntarse si es meritorio cerrar un acuerdo que no
garantizaría despejar la incertidumbre y acumular tensiones sociales que
dependerán entonces de un desempeño macroeconómico superlativo de los sectores
claves y exportadores y de una redistribución contundente de la riqueza vía
progresividad impositiva y políticas de subsidios para no naufragar.
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