Domingo 19 - Por Jorge Liotti - La reunión del martes a la noche en Olivos entre
Alberto Fernández y Cristina Kirchner, la decimonovena del año según el
registro implacable de la vicepresidenta, terminó de sellar el final de un
ciclo para el Gobierno que ya se había anticipado en las primarias del domingo.
Un episodio que tiene todos los condimentos para ingresar en la mitología del
peronismo.
Intriga, reproches,
acusaciones y, sobre todo, versiones contrapuestas. Quedó muy claro lo que ella
le demandó y, como casi siempre, no se terminó de saber a qué se comprometió
él. La vicepresidenta reclamó una reformulación inmediata del gabinete y una
renovación de la gestión, después de que el Presidente hiciera trascender el
día anterior que recién en noviembre, tras las elecciones generales, retocaría
su equipo.
En la noche del
lunes ya se había producido un primer intento, cuando en una reunión reservada
en Olivos, Máximo Kirchner y Eduardo “Wado” de Pedro buscaron disuadir a
Alberto para que introdujera cambios y se retiraron con la convicción de lo
inevitable. No hubo acuerdo. Al día siguiente la escena se repitió con Sergio
Massa. Se quemaron allí las intermediaciones y solo quedó la última instancia
de un mano a mano en la máxima cúpula del poder.
Según el
albertismo, en la cena del martes con Cristina, Fernández aceptó adelantar la
renovación, pero pidió que se respetaran sus ritmos de acción, los que ya
exasperan a su socia. Por eso dejaron trascender que hubo un “acuerdo” y
comentaron que el Presidente la había calificado como “una buena reunión”. Así
se entiende que después se mostraran tan desconcertados con la renuncia en masa
del miércoles. En el kirchnerismo dicen que Cristina salió de ese encuentro
decidida a confrontar ante la falta de definiciones. Sin embargo, lo que en
realidad terminó de gatillar la guerra al día siguiente fue la exhibición de
Fernández en un acto público con los cuestionados Martín Guzmán y Matías
Kulfas, un gesto considerado desafiante. Wado de Pedro no dio ningún indicio de
renunciar hasta después de esa presentación (de hecho nadie en su oficina lo
sabía) y así alimentó la interpretación de que fue el detonante definitivo.
Fernández se enteró de la dimisión de sus ministros por las redes sociales,
tras un almuerzo en José C. Paz. Aún hoy se queja de que Wado no le hubiese
mandado siquiera un mensaje. El ultimátum se había transformado en acción.
Alberto quedó
fulminado. Se recluyó en su despacho y se quedó allí solo, sin reaccionar. Los
pocos testigos de esa escena relatan una imagen del Presidente solitaria y
abrumada. Una metáfora peligrosa. En un intento de reanimación, sus más leales
empezaron a llamar a gobernadores y gremialistas para activar un operativo de
apoyo ante la inacción del propio Fernández, mientras el Chino Navarro
organizaba como ofrenda la movilización que al final no se hizo. Así también se
gestó la reunión de ayer en La Rioja con los gobernadores. El entorno trataba
de reavivar al líder reticente.
Mientras tanto, en
la Jefatura de Gabinete de la Casa Rosada se empezaban a nuclear los actores de
la segunda reunión clave de la semana. Allí una decena de ministros albertistas
debatieron el futuro de la coalición y por primera vez expusieron la
posibilidad de emanciparse del kirchnerismo e iniciar un nuevo rumbo con un
equipo más homogéneo. Fue el momento en el que el terremoto de la coalición
amenazó con transformarse en una crisis institucional. Se habló de que
internamente estaba “todo roto”, de que no tenía sentido recomponer y de que
había que transformar la crisis en “oportunidad”. Resucitó la idea de
reformular la coalición con mayor participación del peronismo del interior y
con los gremios. Nunca las paredes de la Casa Rosada habían escuchado críticas
tan despiadadas hacia La Cámpora. Los más duros fueron los más amenazados,
entre ellos Kulfas y Claudio Moroni, y los más peronistas, como Gabriel
Katopodis. Alberto, el alquimista de la debilidad, temió una crisis terminal si
escalaba el enfrentamiento y laudó a favor de los conciliadores. Ese fue el
final para el 18 Brumario de los leales. El jueves Cristina lanzó la carta
atómica que simbolizó el fracaso de toda la negociación. Fue una línea roja que
marcó el final de un esquema de conciliación que ya estaba desgastado y dejó de
funcionar. No hay más modelo de resolución de conflictos ante una nueva crisis.
Al día siguiente,
como nunca había ocurrido antes, Fernández ordenó acelerar todas las
negociaciones para anunciar el nuevo gabinete ese mismo día. Aun enojado pidió
consensuar nombres con Cristina y no romper la alianza. Por eso durante todo el
viernes hubo un intenso circuito vía Cafiero y Wado, para notificar a la
señora, quien siguió desde el Senado toda la negociación y ejerció su poder a
través del simple método del aval y el veto. Así, Fernández pasó en cinco días
de plantear que recién haría cambios en noviembre a remover a seis ministros,
dejar al renunciado Wado de Pedro en Interior y correr a Santiago Cafiero de la
Jefatura de Gabinete para reemplazarlo por Juan Manzur, el hombre del que
Cristina se apropió con su carta. Lo que en la semana parecía ser una
resistencia heroica ante los embates kirchneristas terminó siendo una línea
Maginot, matizada por el carácter “peronista y federal” de las incorporaciones.
El kirchnerismo esta vez no avanzó sobre nuevos casilleros, pero Alberto quedó
más dependiente de lealtades frágiles. Cambió el respaldo de los votos de
Cristina por los de los gobernadores, los gremios y los movimientos. Riesgoso.
“Rearmaron con lo que tenían”, admitió un funcionario cercano al Presidente.
Volvió a primar la idea de mantener los equilibrios internos, sin mirar la
funcionalidad de los relevos para la dura etapa que se avecina. Mucho menos las
demandas que la sociedad transmitió el domingo. ¿O cómo interpretarán, por
ejemplo los bonaerenses, el regreso de Aníbal Fernández al gabinete?
La doctrina desafiada
El resultado
electoral del domingo no solo fue geográficamente demoledor para el Gobierno,
con derrotas en 17 provincias, sino que, esencialmente, fue muy profundo en
términos socioeconómicos. El voto castigo fue protagonizado por una clase media
refractaria, pero también por la media-baja, que se quedó a la intemperie
durante la pandemia, y la más desfavorecida, que recibe ayuda del Estado. Es
más, muchos ni siquiera asistieron: por ejemplo en la zona céntrica de La
Matanza votó el 75%, mientras que en el sur empobrecido lo hizo solo el 60%. Lo
que en el oficialismo califican como “la peor derrota en la historia del
peronismo” no es solo un desafío electoral, también interpela la filosofía del
movimiento porque apunta directamente hacia su razón de ser, la de la
representación de los sectores populares, los obreros y los marginados. Y hay
una razón lógica para entender este cuestionamiento: ni los planes sociales ni
los ingresos de los trabajadores informales ni de los contratados alcanzan para
superar la línea de pobreza. Por eso el kirchnerismo perdió cuatro de las
últimas cinco elecciones, con la excepción de 2019. Los mecanismos ideados para
reparar desigualdades perdieron efectividad por la retracción del poder adquisitivo
y el desempleo. El modelo está en crisis.
Las PASO del
domingo representaron mucho más una derrota del Gobierno que un triunfo
opositor. El sector mayoritario de la sociedad busca desde hace una década una
respuesta a la declinación económica y solo concede créditos de corto plazo a
la dirigencia política. Otra estadística lo refrenda: de las últimas cinco
elecciones, solo en una triunfó el oficialismo de turno, en 2017. Esto explica
la insustancialidad en la que cayó el Frente de Todos, un instrumento creado
para ganar la elección de 2019, que perdió su naturaleza. Y el Frente de Todos
es Alberto, el símbolo de la unificación. Cristina es la Unidad Ciudadana de
2017, que, como ella recordó sinceramente, sacó 440.172 votos más en la
provincia de Buenos Aires. Puro rencor matemático. Si Alberto no suma, el Frente de Todos pierde su significado.
Si bien la derrota
fue multicausal, el factor económico fue determinante. La vicepresidenta lo
expresó en su carta. Vallejos fue más brutal. En La Cámpora hablan de una
gestión “lamentable”. Cristina Kirchner salvó del incendio a Martín Guzmán con
un escueto Whatsapp, en el que le decía “jamás pedí tu renuncia”. Temió una
reacción furibunda de los mercados y quiso evitar quedar como la culpable. El
ministro de Economía, que se había aliado con los rebeldes en la reunión en la
Jefatura de Gabinete, sintió el alivio de la continuidad y abandonó a los
díscolos. “Acá habló de que había que bancar al Presidente a toda costa, pero
después de que Cristina le escribió, no volvió más”, lo delató un colega.
Pero Guzmán tiene
otro problema: Máximo Kirchner, quien lo considera el responsable de los
pesares económicos que terminaron en la derrota. Es el único tema en el que el
hijo no disimula sus diferencias con la madre. Cristina busca domesticar a
Guzmán y forzarlo a ejecutar su partitura. Máximo lo quiere directamente fuera
del Gobierno. De hecho en algunas reuniones que mantuvo con actores privados en
compañía de Wado de Pedro el diputado exhibió un informe económico alternativo
que habla de un déficit “controlado” de 4,5%, con fuertes incentivos para la
inversión y la producción. Massa coincide con Máximo y en su entorno no dejan
de sugerir que los cambios del viernes son coyunturales y que todavía queda por
verse una auténtica reforma del gabinete después de noviembre. Apuntan a un
dato: Cristina criticó la política económica, pero no salió ningún ministro del
área. A Guzmán por ahora lo salva Kristalina Georgieva; Kulfas y Moroni son dos
sobrevivientes amenazados.
La expresión más
inmediata de esta tensión irresuelta en materia económica va a tener como campo
de batalla el presupuesto presentado esta semana. “Se lo vamos a cambiar
completamente”, adelantan en el kirchnerismo al ver que el déficit primario
previsto es de 3,3%; como si el FMI no desconfiara de ellos. La Cámpora ya
tiene anotados en rojo algunos rubros que Guzmán buscará recortar, como por
ejemplo las partidas para los juicios de la Anses, que se redujeron en 35%.En
el entorno de Guzmán aseguran que el proyecto fue conversado con Cristina antes
de su presentación y que las críticas por el ajuste de cinturón del primer
semestre de este año en realidad estuvieron dirigidas a otros ministros que no
ejecutaron a buen ritmo. Los déficits de interpretación en estas coaliciones de
gobierno pueden ser muy disfuncionales.
La amenaza del futuro
El estallido de
esta semana germinó antes de la derrota electoral. En el albertismo decían que,
más allá del resultado, La Cámpora iría por ellos. En el kirchnerismo, que los cambios
había que hacerlos igual. Pero con la crisis se cruzó un límite: el de la
desconfianza. ¿Cómo hará Alberto para descansar en Wado? ¿Y para simular
concordia con Cristina en campaña? Todos los referentes del FDT perdieron y
quedaron debilitados, incluso la vicepresidenta, que buscó descargar culpas.
“Ella se encontró frente a su fragilidad y no lo tolera”, analiza alguien que
suele frecuentarla. Kicillof se recluyó en la provincia ante la evidencia de
que los intendentes dosificaron esfuerzos. Massa y Máximo fracasaron como
mediadores y en su entorno ya hablan de que perder por cuatro o cinco puntos en
la provincia sería un triunfo. Pero el problema mayor es el de Fernández.
Cuatro ministros que lo aprecian coincidieron, al ser consultados, en la inquietud
sobre su fortaleza política y admiten que la presión a fondo lo dejó herido.
Incluso vieron con escozor su imagen al lado del helicóptero presidencial,
replicada en la tapa de Clarín.
El
constitucionalista Raúl Gustavo Ferreyra sostiene que “las coaliciones en un
sistema presidencialista exponen demasiadas debilidades ya que son una creación
del parlamentarismo. Cuando se exportan al presidencialismo las tensiones
naturales de cualquier coalición, no encuentran campo fértil en el ejecutivismo
casi autocrático que desnuda el presidencialismo. Los disensos en la coalición
que no puede resolver la coyuntura política se trasladan a la institución y de
allí a la zozobra comunitaria”. A eso se suma el planteo de la politóloga María
Matilde Ollier, quien argumenta que el presidencialismo de coalición “solo se
resuelve con un liderazgo fuerte”, justo el déficit que ahora se volvió más
crítico para el Gobierno. En el horizonte todavía oscurece.
|