Por Carlos Pagni - Quien
examine el contexto de la actual disputa de poder, si no se deja sugestionar
por los augurios dominantes sobre su resultado, tendrá la impresión de que es
imposible que el oficialismo gane. Sin embargo, todos los pronósticos coinciden
en que, si se la pudiera pensar como una competencia nacional, la carrera
tendría un desenlace favorable para el Frente de Todos.
Sería un triunfo
tímido, de más o menos 4 puntos respecto de Juntos por el Cambio. Es una imagen
solo indicativa: dada la diversidad de combinaciones partidarias que se
presentan a nivel local, la comparación es imposible. Si se pone el foco en la
batalla bonaerense, que es la más determinante, también se presume una ventaja
de los candidatos del Gobierno. El fenómeno relevante, difícil de explicar, es
que ese final convencional no parece congruente con la situación general del
electorado. Sorprende que no haya una sorpresa. Dicho de otro modo: dado el
panorama que rodea a estos comicios, el resultado que vaticinan las encuestas
es un verdadero cisne negro.
La sociedad a la
que se consultará por sus preferencias políticas está envuelta en una atmósfera
rarísima. Votantes encerrados o semiencerrados a lo largo de casi un año y
medio, atemorizados por un virus endiablado. Con un solo tema de conversación:
la enfermedad; en todo caso, la muerte. Y las derivaciones de ese tema: si
llegaron las vacunas, si se conseguirá la segunda dosis, e inquietudes de ese
tipo. Asociada a este drama, una impresionante mutación de la vida cotidiana,
que se puede sintetizar, como lo hace Juan Germano, de la consultora Isonomía,
en un solo detalle: “Ya no sabemos cómo hacer algo tan común y tradicional como
el saludo a un conocido. ¿Chocamos los puños? ¿Los codos? ¿Conviene no
tocarlo?”. Son perplejidades que llevan a un asesor de Alberto Fernández a
comentar: “No estamos en una campaña. Estamos en una pandemia, en la que un día
a la gente se le pedirá que vaya a votar. ¿Tomamos nota de ese aspecto
emocional que hoy presenta la política? Creo que no”.
Las atípicas
circunstancias de los ciudadanos hacen juego con el excepcional desafío de los
candidatos: deben hacer propuestas y hablar sobre un futuro acerca del cual no
tienen la más mínima idea. La visibilidad se ha reducido al cortísimo plazo.
¿Quién puede hacer una promesa? Al final de su clásico Tractatus, Wittgenstein
aconseja: “Sobre lo que no se puede hablar, es mejor guardar silencio”. El
drama de los políticos que piden el voto es que están obligados a decir algo.
Por eso el proselitismo tiene hoy algo de patético.
Al miedo de la
enfermedad y de la muerte se le agrega el de las mortificaciones de la vida
material. Hay cerca de tres millones de personas que antes de la pandemia eran
de clase media y ahora son pobres. Pobres con expectativas, formación y
categorías políticas de clase media. Son señores o señoras que le tuvieron que
anunciar a su hijo que ya no podrán pagarle la universidad. O explicarle a su hija
que debe abandonar el colegio bilingüe para pasar al parroquial. Gente que
debió llamar a la prepaga para cambiar de plan por uno más precario. Desde hace
un año y medio se destruyeron 240.000 puestos de trabajo. Entre los sectores
medios hay pánico. Pánico a la caída. Ese temor, que tiñó la última etapa de la
gestión de Mauricio Macri, perdura, agravado, en estos días.
Los analistas de
opinión pública se encuentran con un pesimismo pocas veces visto. En casi todas
las encuestas alrededor del 70% de los consultados creen que este año les está
yendo peor que el anterior. Y que el que viene seguirá el descenso. Federico
Aurelio, de Aresco, consigna que el 57% de sus entrevistados manifiestan vivir
en un estado de ansiedad, enojo o miedo. Los niveles de insatisfacción superan
los de la última etapa del gobierno de Cambiemos. Al kirchnerismo nunca le tocó
gobernar en un clima parecido. La consecuencia inmediata de ese malhumor es
cierto tedio. Un gran desinterés por la política. Los encuestadores lo advierten
en su trabajo. Uno de ellos cuenta: “Cuando en 2019 hacía estudios con el
método de llamadas telefónicas automáticas, me sorprendía que me atendían una
vez de cada 100 intentos. Ahora tengo que llamar 250 veces para encontrar a
alguien que responda. El problema es que el que no contesta es un tipo de
votante distinto del que sí lo hace. Aparece un problema metodológico delicado
para establecer qué piensa la gente”.
Esa apatía se
manifiesta en los índices de participación electoral. Hay poca información para
establecer un patrón de comportamiento. Pero si se comparan las elecciones
locales de Misiones de 2019 y este año, la asistencia cayó de 79 a 60%. En Río
Cuarto, en 2016, intervino el 62%, y el año pasado, 50%. En Salta fue del 73 al
64% entre 2017 y este año. El promedio de caída ha sido del 13%.
Estos datos abren
un enorme interrogante para las elecciones de septiembre y noviembre. Las
principales consultoras prevén que la abstención será mayor que la diferencia
entre el primero y el segundo. ¿A quién deja de votar el que no concurre? ¿Es
un voto que pierde la oposición o el Gobierno? También es difícil responderlo,
porque hay un enojo transversal. Para citar una evidencia: según tres de los
principales analistas de opinión, el único dirigente nacional, de los de
primera fila, que hoy tiene más imagen positiva que negativa es Horacio
Rodríguez Larreta. Alberto Fernández y María Eugenia Vidal suben o bajan en esa
línea de flotación, según el mes. Un dato inesperado que aparece en un sondeo
de Poliarquía, de Alejandro Catterberg: el sector que concita más confianza en
las últimas mediciones es el de las Fuerzas Armadas.
Catterberg observa
desde hace unos meses un dato interesante por lo novedoso: el corrimiento de
las preferencias por franjas etarias. Detectó que una corriente importante de
mayores se aleja de Juntos por el Cambio. El motivo principal sería el rechazo
a los dirigentes de esa fuerza que criticaron con mucha dureza la cuarentena
estricta impuesta por Fernández . El avance de la vacunación, además, genera en
ese público una mayor empatía con el Frente de Todos. Al mismo tiempo, el
oficialismo ve cómo se alejan los jóvenes de su base electoral. Una explicación
se relaciona también con la pandemia: las restricciones han fastidiado a la
juventud mucho más que a otros sectores. Existe otro motivo en esa antipatía y
es que quienes hoy tienen alrededor de 20 años no tienen una memoria luminosa
de las administraciones kirchneristas. La edad de oro de Néstor Kirchner ya
está quedando muy atrás para los votantes nuevos.
Fugas y
polarización
Más rarezas a
desentrañar. ¿Adónde va el voto joven? Los sondeos indican que se radicaliza.
Una parte, desencantada con Juntos por el Cambio, prefiere a José Luis Espert o
a Javier Milei. En el caso de este último, es más notorio el esfuerzo por
ofrecerse como un castigo a toda la dirigencia política. También la izquierda
trotskista se beneficiaría con esta marcha hacia los extremos. En algunas
encuestas pasaría del 3 o 4% de las últimas elecciones a alrededor de 8%. Es
una tendencia que podría acelerarse después de las primarias, en ambos
sentidos. Sin embargo, esta fuga hacia las puntas del dial ideológico tendría
un límite: la polarización kirchnerismo/antikirchnerismo y
macrismo/antimacrismo sigue organizando el espacio electoral. Algunos
observadores bendicen esa tensión: “La confrontación convencional empobrece el
debate, infantiliza la política, pero también evita la fragmentación. Gracias a
la grieta en la Argentina no se verifica la descomposición que se ve en otros
países”. Es la opinión de un dirigente que fue clave en la gestión de Macri.
Existe otra
referencia para adverahora tir que el triunfo oficialista, que es el consenso
de todos los estudios, tiene alguna disonancia con el marco en el que se
produciría. De 35 elecciones que se realizaron a escala global durante la
pandemia, en 15 perdió el oficialismo, en 5 salió debilitado y en 15 ganó. Si
se recorta el fenómeno a los mercados emergentes, de 30 elecciones, en 14
perdió el oficialismo, en 4 salió debilitado y en 11 ganó. Hay, como se ve, una
tendencia a la declinación electoral de los gobiernos.
En la Argentina
suele recurrirse a un fetichismo para palpitar el desenlace de los comicios. Es
el Índice de Confianza en el Gobierno que elabora la Universidad Torcuato Di
Tella. Ese número mantiene desde hace años, por razones desconocidas, una
correlación llamativa con el porcentaje de sufragios que obtienen los
oficialismos. Si los comicios fueran este mes, el Frente de Todos sacaría,
según esta misteriosa guía, 36% de los votos. Es alentador para el Gobierno
porque, si las elecciones se hubieran celebrado en julio, el “resultado”, según
ese índice, habría sido de 34%.
La postergación del
calendario beneficiaría al Frente de Todos. Pero ahora aparece, de nuevo, el
misterioso comportamiento del Covid, en forma de variante delta. El Gobierno
reemplaza los reflejos sanitarios por los electorales: ante la noticia de que
esta nueva cepa comienza a circular, anuncia la reapertura de espectáculos
deportivos y el estímulo al turismo.
Las irregularidades
de la vacunación también cobran relieve. Un informe de la Fundación Alem, de la
UCR, donde la voz sanitaria corresponde a Adolfo Rubinstein, indica que al país
llegaron 48,8 millones de vacunas, se distribuyeron 44,5 millones y se
aplicaron 39,6 millones. Las diferencias en esas cifras no tienen una
explicación clara. Se podría especular con que el oficialismo ha retenido dosis
para acelerar la vacunación en plena campaña. Es posible que muchas se
preserven como segunda dosis, en un momento en que la variante delta exige
inmunizar con el esquema completo. Los técnicos radicales consignan un dato
inquietante: de las dos apuestas del Gobierno han fracasado. Faltan el 35% de
las Sputnik y el 50% de las Astrazeneca, según lo comprometido en los contratos
originales.
En medio de estos
inconvenientes irrumpe el “detalle” de la fiesta de cumpleaños de la primera
dama en Olivos. El Presidente propone pagar una multa. Pero al mismo tiempo
dice que no cometió irregularidad alguna. Esta segunda afirmación es temeraria.
No porque exprese un error jurídico: en todo caso esto lo deberá determinar el
fiscal porteño Ramiro González, de quien nadie puede explicar por qué investiga
un episodio ocurrido en Olivos, es decir, en la jurisdicción federal de San
Isidro. Lo más grave es que, al decir que violar los decretos de la cuarentena
no es delito, Fernández sacrifica la que fue su principal herramienta
administrativa durante toda la epidemia. Está diciendo que, en adelante, se
podría abandonar el aislamiento siempre que no se contagie a nadie. Las fiestas
clandestinas se vuelven regulares. Esta tesis hizo que se viralizara un video
en el que el Presidente se ufana de haber iniciado una infinidad de causas
penales contra gente que hizo lo mismo que él en aquel cumpleaños. Ese video inicia
un nuevo género. Hasta proliferaban antiguas imágenes de Alberto Fernández
adoptando posiciones contrarias a Cristina Kirchner. Ahora comienzan a verse
registros recientes de Alberto Fernández criticando medidas recientes de
Alberto Fernández. Imposible calibrar cuánto afectarán la disputa política
estos desaguisados en el manejo de la pandemia.
La atipicidad del
proceso electoral es relevante porque plantea un desafío analítico. Obliga a
tomar prevenciones frente a todos los pronósticos. Pero existe otro motivo por
el que se vuelve significativa: obligado a doblegar una inercia que le juega en
contra, el Gobierno se vuelve más extremo en sus decisiones económicas. De
todos los indicadores que instalan una duda sobre lo que pronostican las
encuestas acaso el más convincente sea el comportamiento del salario real. Para
decirlo en otros términos: las fluctuaciones del poder adquisitivo. Existe una
relación notable ente esa variable y la suerte de los oficialismos frente a las
urnas. El economista Esteban Domecq ha graficado esa curva. Si se consideran
pesos equivalentes, el salario real era de 104.585 pesos en julio de 2017, pasó
a 88.000 pesos en octubre de 2019, subió un poco hasta 92.000 pesos en febrero
del año pasado y volvió a derrumbarse hasta 84.000, que es su valor actual.
El mismo poder
adquisitivo se puede medir, como hace Alfonso Prat-gay, observando un
movimiento que para el Gobierno resulta odioso: el del salario mínimo medido en
kilos de asado. Durante la gestión de Macri, con esa suma se podían comprar 192
kilos; hoy, solo 122. El salario mínimo, entonces, perdió valor por 70 kilos de
ese asado que Fernández prometía.
El Gobierno pelea
contra ese gran rival electoral. Por eso aumenta el gasto social, pero, sobre
todo, atrasa el tipo de cambio, que es la mejor manera de llegar a la clase
media. Así se puede explicar la leve mejora de la confianza del Gobierno en el
último mes. Eso sí: la emisión monetaria, que fue de 3500 millones de pesos en
mayo, aumentó a 70.000 millones en junio, a 100.000 en julio y promete estar en
200.000 millones en agosto. Reabsorber esos pesos abre un fenomenal problema
monetario, que exige medidas muy desagradables para su corrección. Tiene un
argumento a favor el 58% que en la encuesta de Isonomía opina que el Gobierno
no logrará controlar la inflación. Solo 22% considera lo contrario. El resto no
contesta.
Las desviaciones
que produce esta economía electoral predicen algo obvio: la discusión con el
Fondo Monetario va a ser mucho más trabajosa. Tanto que podría volverse más
natural, en el oficialismo, dudar de la conveniencia de un acuerdo. Pero existe
otro problema, menos evidente. ¿Qué sucedería si en las primarias Cristina
Kirchner enfrentara un resultado más ajustado que el previsto? La urgencia por
aumentar el gasto y atrasar todas las variables se dispararía de inmediato.
Guzmán estaría en problemas. Más que ahora. Las derivaciones de un cuadro
semejante serían más misteriosas que las condiciones en que ese cuadro se
genera. En esas circunstancias angustiantes, habría que prepararse para otros
videos, mucho más preocupantes, de Alberto Fernández hablando en contra de sí
mismo.
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