Por
Guillermo Oliveto - La sociedad
argentina está en silencio. Cuando habla, lo hace en voz baja. Cuando ríe, se
siente culpable. No hay carcajadas, apenas muecas en sordina. Resulta muy
difícil descifrar lo que se oculta adrede detrás de una aparente anomia. Se
vive con la guardia alta y a la defensiva. Hay una reclusión en el círculo más
íntimo y muchas veces, incluso, ni siquiera eso. Apenas una endogamia con
aspiraciones, no siempre logradas, de contención individual. La verdad se
transformó en algo prácticamente inexpugnable. En el sonar vibra la existencia
de un magma en ebullición creciente. Para sanar, primero hay que poder procesar
el dolor. Esa energía fluirá de algún modo. La opacidad de seres destruidos por
dentro nos impide predecir cómo.
El 21 de abril
pasado, Adam Grant, psicólogo norteamericano que es profesor en Wharton,
publicó en The New York Times una columna de opinión titulada: “El malestar que
sientes tiene un nombre: se llama languidez”. Allí explicaba: “Mientras los
científicos y los médicos trabajan para tratar y curar los síntomas físicos del
Covid de larga duración, muchas personas tienen problemas con la longevidad
emocional de la pandemia. En psicología, pensamos la salud mental en un
espectro que va de la depresión al florecimiento. El florecimiento es la cima
del bienestar: se tiene un fuerte sentido del propósito, del dominio y de
importarles a los demás. La depresión es el valle del malestar: te sientes
abatido, agotado y sin valor. La languidez es el hijo ignorado de la salud
mental. Es el vacío entre la depresión y el bienestar: la ausencia de
bienestar. Es una sensación de estancamiento y vacío. Se siente como si uno
estuviera pasando los días sin rumbo, mirando la vida a través de un parabrisas
empañado. Y podría ser la emoción dominante de 2021”.
En abril, Nueva
York todavía transitaba una fuerte segunda ola de la pandemia, pero llevando ya
un mes de primavera empezaba a divisar el regreso a la normalidad (o algo
parecido). Un mes después, el 24 de mayo, The New Yorker presentaba una tapa
maravillosa. Una puerta se abría en un cuarto muy oscuro. Se lograba divisar un
cielo soleado y celeste, apenas matizado por algunas nubes. Ahí afuera estaba
ocurriendo algo atractivo, tentador. Una familia clásica, madre, padre y dos
niños, uno de la mano de cada progenitor, miraba hacia la puerta. Se aprestaban
a salir. El hallazgo de la ilustración, que tiene el poder de sintetizar en
buena medida lo que vivimos, era el tamaño relativo de las figuras que
componían el cuadro. La puerta era gigante; las personas, ínfimas. Eso es lo
que provoca el encierro.
Donde prima el
miedo, las almas se encogen, el deseo se reprime, la libido se esfuma. Dos
meses más tarde, el 16 de junio, quien era entonces el gobernador del estado,
Andrew Cuomo, publicó un tuit en el que hizo lo imposible por ser tremendamente
explícito. Tras llegar al 70% de la población adulta vacunada con al menos una
dosis, tomó la decisión de abrir todo y desde su cuenta en la red social
arengó: “La vida consiste en prosperar. La vida es ver a la gente. La vida se
trata de disfrutar la vida, se trata de interactuar. Y ahora volvemos a vivir
en la vida”.
Al día siguiente,
Coldplay realizó a modo de prueba un recital al aire libre en Queens. Fueron
20.000 personas. La cara de felicidad de Chris Martin, el líder de la banda, lo
decía todo. Volver a tocar con público era volver a vivir. Algo similar se
vivió este sábado 21 de agosto en el primer concierto multitudinario de la
ciudad producido por el mítico Clive Davis (puede verse un documental sobre su
vida muy atractivo en Netflix), el gigante Live Nation (son los organizadores
del festival Lollapalooza) y el alcalde Bill de Blasio. Fue en el Central Park
y pusieron “toda la carne al asador”, convocando a múltiples artistas, entre
ellos The Killers y Bruce Springsteen. Se lo llamó We love NYC y el eslogan
publicitario fue: “New York City is back” (Vuelve Nueva York).
Finalmente, un
huracán literalmente aguó la fiesta y debieron suspender todo a la mitad.
Simbólicamente podríamos hablar de una especie de karma. En palabras de Grant,
aún no se puede volver a experimentar de manera plena el bienestar. La
languidez que efectivamente existió y aún perdura en muchas personas se resiste
a irse del todo.
En nuestro país
estamos aún lejos del equivalente a la fecha en la que el psicólogo
norteamericano publicó su tesis sobre por qué la salida de la pandemia no sería
ni tan simple ni tan lineal como muchos hubieran pensado y seguramente
anhelado. No es de ningún modo un “listo, ya fue, acá no pasó nada, miremos
para adelante y a otra cosa”. El proceso es bastante más complejo que eso.
Si la pandemia
tiene puntos en común con una guerra, la primera etapa de la salida es la
posguerra, y ahí se combinan la alegría de estar vivo con las desgarradoras
cicatrices de haberlo logrado. Es un estado de ánimo ambivalente, paradójico,
lánguido. ¿Cómo volver a reír frente a tanta muerte y destrucción? ¿Cómo no
hacerlo si la vida es lo más valioso que tenemos?
En una fecha
similar, el novelista y ensayista italiano Alessandro Baricco publicó su libro
Lo que estábamos buscando, la pandemia como criatura mítica. Baricco es un
pensador exquisito, capaz de leer y describir lo humano como pocos. Fue
entrevistado por el diario El País de España el 21 de mayo, donde justamente lo
interrogaron acerca de si lo que sucedió podía compararse con una guerra.
Respondió: “No es lo mismo, pero es útil. Un punto claro es que cuando todo
esto se difumine en una cotidianidad normal, la gente querrá ser recompensada,
como después de la guerra: he combatido, lo he superado, ahora quiero un
premio. Esto pasaba entonces y pasará ahora. Cuando sales de una guerra y vas a
comprar la leche, y es la misma que antes, es muy decepcionante. Has atravesado
toda esta tragedia y esperas que la leche tenga algo nuevo. Esa irracional
ansia de vida tendrá un impacto sobre todas las cosas”.
La pregunta que
implícitamente les deja Baricco a todos, tanto a los empresarios y a las marcas
como a los políticos y los comunicadores, es: ¿qué será ese “algo nuevo” que
tendrán para dar?
Lo que allá fue el
21 de abril, aquí sería el 21 de octubre. Estamos a dos meses vista de ese
momento. Sin embargo, salvo los estadios, los recitales y los boliches, ya
estamos prácticamente con todo abierto. Los días “primaverales” que trajo la
sequía de La Niña contribuyen a la confusión. La gente no entiende nada y se
pregunta: “¿Qué pasó? ¿Terminó la pandemia y no nos enteramos?”.
Para intentar
correr el velo que cubre sentimientos, razones y conductas, en Consultora W
estamos implementando varios modelos interpretativos simultáneos. Luego de
haber realizado múltiples entrevistas en profundidad, escaneo de redes sociales
y análisis observacionales de la dinámica urbana, Sil Almada, directora de
Almatrends, nuestro Lab de Tendencias Sociales, logró traducir la languidez
global que describe Grant a lo que sucede aquí. Lo bautizó “el efecto parque de
diversiones”.
En sus propias
palabras: “La gente está mareada, atontada, aturdida. Es como si los hubieran
subido varias vueltas al Zamba, aquel memorable juego de zarandeo del mítico
Italpark. Hay una especie de jet lag emocional. Conversé con muchas personas
que ya ni siquiera saben cómo se sienten”. El origen de la fuerte emocionalidad
contradictoria que atraviesa a la gran mayoría lo sintetiza con una de las
frases de los entrevistados: “Y de repente, todo”.
Los focus groups
que conduce el equipo de sociólogos que trabajan con nosotros y que todavía
estamos haciendo mandan un primer mensaje. “Sí, hay una leve mejoría. Que se
nota, que se ve. Pero eso no tapa ni lo que pasó ni lo que pasa. Estamos un
poco mejor, sí. Pero no estamos bien. Acá no hay ninguna fiesta”.
¿Qué hará la gente
con todo eso? ¿Cómo se articularán esas contradicciones? ¿De qué modo fluirá el
magmaemocionalquetodavíaseestágestando?nopodemossaberloaún,porque ni siquiera
ellos lo saben. Puesto directamente en su boca: “Todo esto es demasiado. Es un
montón”.
La sociedad no solo
está desorientada. Mucho más intrigante, está encriptada.
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