Por Joaquín Morales
Solá - Una campaña presidencial de la que desertaron el Presidente y la
vicepresidenta. Un candidato a presidente oficialista que es al mismo tiempo
ministro de Economía de una economía en creciente crisis. Elecciones en las que
la competencia más entretenida está en la oposición y no en el oficialismo. Un
gobierno en el que conviven el anticapitalismo liderado por Cristina Kirchner y
la versión capitalista que encarna Sergio Massa. Sin embargo, los ruidos más
furiosos de las disputas internas se oyen en el espacio de la oposición.
Una oposición en la
que no existen grandes diferencias sobre qué habrá que hacer, sino cómo habrá
que hacerlo.
Cuando restan en
realidad menos de dos días de campaña electoral (la veda comenzará el viernes,
a las 8, que es como decir que la campaña terminará en la noche del jueves),
nadie sabe con certeza qué pasará el domingo en la primera ronda de las
elecciones presidenciales. La sociedad argentina no es distinta de las
sociedades que se advierten en Occidente. Están lejos de la política porque
creen que esta no percibe las prioridades de la gente común. Razón no les falta
en muchos casos. Son indiferentes, por lo tanto, a las construcciones de la
política y también a sus ofertas. Esos fenómenos se repararon claramente en las
elecciones provinciales que precedieron a las presidenciales.
La participación en
las urnas fue escasa y el ausentismo fue, en mucho casos, el gran protagonista
de un domingo de elecciones. ¿Sucederá lo mismo cuando los argentinos comiencen
el proceso de elección del próximo presidente del país? Es probable, porque el
domingo por venir se elegirán los candidatos a presidente, no al presidente. No
hay argumento sólido que justifique el desgano social frente a elecciones
presidenciales (o frente a cualquier elección). El camarista del fuero
electoral Alberto Dalla Vía dijo hace pocos días que el ausentismo es un error,
porque “si no van a votar, otros van a resolver por ellos”. Contra el
inteligente consejo del juez, la realidad indica que todavía hay argentinos que
no saben qué se votará el domingo, como existe, del mismo modo, otra franja de
ciudadanos atrapados por el fanatismo político. Estos aceptan, por ejemplo, que
la inflación es altísima y que no les alcanza el salario para llegar a fin de
mes, pero anticipan que votarán convencidos por la fórmula del Gobierno. Eso es
intocable para esa mirada que no admite la grisura de las cuestiones públicas.
Tal grado de inclaudicable adhesión es exclusivo del kirchnerismo (o del
peronismo); nunca se lo observó en la coalición opositora de Juntos por el
Cambio, en la que las lealtades de sus adeptos son más exigentes.
Tantos elementos
novedosos en las elecciones nacionales de este año las convierten en
absolutamente imprevisibles. Para peor, las encuestas se equivocaron mucho en
los últimos tiempos, tanto en el país como en el exterior. El 23 de julio
pasado hubo elecciones en España; casi todas las mediciones de opinión pública
indicaban que el líder del Partido Popular, Alberto Núñez Feijóo, actualmente
en la oposición, sería el próximo presidente del gobierno. Eso no solo no
sucedió; el líder popular es hoy un político que ganó por escaso margen y que
no puede formar gobierno. La suposición de que todos los encuestadores son
deshonestos o ineptos está ciertamente equivocada; sucede que la mayoría de la
gente no contesta al requerimiento de los encuestadores, que un porcentaje
importante de los ciudadanos deciden su voto a última hora o que lo cambian
antes de ingresar al cuarto oscuro. En tales condiciones, las encuestas han
dejado de ser un faro seguro de la política, y seguramente no lo serán hasta
que los encuestadores modifiquen su metodología para incorporar los nuevos
hábitos sociales.
Entre tantos
límites objetivos, deben agregarse situaciones nuevas de la política argentina.
Por ejemplo, la notable ausencia electoral de Alberto Fernández; nunca desde
1983 un presidente de la Nación estuvo tan lejos de las elecciones en las que
se elegirá a su sucesor. El jefe del Estado parece no haberse recuperado nunca
de la renuncia a la candidatura a la reelección para la que estaba habilitado
por la Constitución. Renunció a postularse para otro mandato porque era la
decisión que le imponía la necesidad de no romper con Cristina Kirchner, quien
le hizo saber de buenas y de malas maneras que quiere verlo pronto de regreso
en su casa. A pesar del consejo de gobernadores e intendentes peronistas, que
le insistían al Presidente en que debía enfrentar el liderazgo de su
vicepresidenta y promover la renovación del justicialismo, Alberto Fernández
prefirió sobreactuar la sumisión a Cristina. Según sus intérpretes, el
Presidente suponía que un definitivo quiebre de la relación con la
vicepresidenta pondría en riesgo la correcta culminación de su mandato presidencial.
El Presidente tomó las decisiones que le impuso Cristina Kirchner, pero rompió
todo diálogo con ella. Es el módico lujo que se da en esa aventura política en
la que debió tolerar el desdén y la humillación.
También Cristina
Kirchner se fue de la campaña electoral. Salvo un par de actos con Sergio Massa
a su lado, ella, que es la figura más convocante del kirchnerismo, eligió dejar
solo al candidato presidencial de su partido. El problema ahí tiene
características distintas. No confía en Massa, no olvidó nunca que el ministro
de Economía prometió que la metería presa por delitos de corrupción y no es
cierto, como ella dijo, que las ofensas políticas prescriben a los seis meses.
Además, Cristina aspira a consolidarse como la lideresa de una corriente de
izquierda del peronismo, no como la madrina de una propuesta de centroderecha,
como es la oferta de Massa.
El ministro la
incomoda, pero es la única herramienta electoral que tiene a mano. Esa es otra
extrañeza de las vísperas electorales. El candidato del oficialismo es el
ministro de Economía que aparece como el responsable de una economía en ruinas.
El precio del dólar coqueteó en los últimos días con los 600 pesos, número que
llevaría la devaluación de Alberto Fernández al 1000 por ciento desde que asumió.
El Banco Central no tiene dólares y la inflación pegó un nuevo respingo.
Algunos economistas estiman que la inflación mensual estará en los próximos
meses entre el 8 y el 9 por ciento. Massa, que mostró una peligrosa
intolerancia con el periodismo que pregunta, se propone como el presidente que
sacará a la sociedad argentina del patíbulo de la inflación. Se molesta cuando
los periodistas le hacen la pregunta más obvia (el último blanco de su
tosquedad política fue el periodista Rolando Barbano): ¿por qué no soluciona el
problema de la inflación cuando es ministro de Economía? ¿Por qué los
argentinos confiarían en que lo hará solo cuando sea presidente? Tales
cuestionamientos son tan legítimos como el reconocimiento de que ante la
deserción de Alberto Fernández y Cristina Kirchner, fue Massa quien debió
ponerse al hombro el Estado y la campaña electoral.
Massa solo tolera
el aguijoneo molesto de Juan Grabois, que lo desafía en la interna del
oficialismo, pero que no pone en duda su condición de candidato de la coalición
peronista. Grabois representará el próximo domingo al sector más ideologizado
del cristinismo; la pregunta que debe responderse consiste solo en saber
cuántos votos Grabois le pellizcará a Massa. En síntesis, el ministro es el
hombre fuerte del Gobierno y de la campaña no tanto por mérito propio como por
default del Presidente y la vice.
La interna más
divertida es la de Juntos por el Cambio porque ahí disputan dos candidatos en
igualdad de condiciones. Un runrún insistente sostiene en las últimas horas que
Horacio Rodríguez Larreta se arrimó peligrosamente a Patricia Bullrich, quien
venía, dicen, con una clara ventaja sobre el alcalde capitalino. En rigor,
nunca se difundieron encuestas muy creíbles en un sentido o en otro. Es
evidente que Rodríguez Larreta controla más aparatos partidarios y que Patricia
Bullrich seduce más al voto pasional. Pero si las encuestas son poco confiables
en las elecciones generales, también lo son en las internas partidarias, sobre
todo en una competencia tan pareja como la que libran los postulantes de Juntos
por el Cambio. Mauricio Macri salió en horas recientes a esbozar vagamente una
mayor simpatía por las posiciones de Bullrich. Dijo que un cambio fundamental
no es negociable y que no se puede acordar con los autores del fracaso
argentino. Esos son los principios que se escuchan en boca de Bullrich. Pero en
el acto Macri se exhibió como una instancia de unidad posterior a las
elecciones del próximo domingo. “La unidad de Juntos por el Cambio está por
encima de todo. El clima de pelea interna se olvidará cuando los votantes hayan
elegido al candidato”, se entusiasmó.
Ahora bien, ¿por
qué el dólar aumentó en los últimos días? ¿Por qué la foto de los camiones
buscando dólares que llegaban a Ezeiza? No son señales de tranquilidad, aunque,
como bien observa Juan Carlos de Pablo, las elecciones de este año no son, en
cuestiones económicas, comparables a las de 2019. Entonces subió el precio del
dólar porque ganó ampliamente una coalición peronista que los operadores del
mercado suponían que sería una mala experiencia en el gobierno. Ahora es
distinto porque ninguna encuesta posiciona al Gobierno ganándole a Juntos por
el Cambio. ¿El mercado financiero cree que ganará Massa? Difícil. ¿O supone, en
cambio, que perderá, y que por venganza la dupla Alberto FernándezSergio Massa
nombrará a millones de empleados públicos o quitará el cepo al dólar sin un
paquete de medidas que acompañe esa decisión? De Pablo señala que, si fuera
así, “no es una buena base decisoria” la del mercado cambiario.
El país se meterá
en un brete complicado si los resultados del domingo conformaran a los
extremos. Si la oposición fuera la protagonista de un batacazo electoral (al
estilo de lo que fue el peronismo en 2019 frente a Macri), dejaría a la nación
política sin gobierno durante cuatro meses. ¿Quién creería en un gobierno que
está derrotado de antemano? ¿Quién lo escucharía o lo tendría en cuenta? El
otro extremo consistiría en un resultado virtualmente empatado: si Juntos por
el Cambio ganara solo por dos o tres puntos, fácilmente reversibles para la
coalición peronista en las elecciones de octubre. ¿No estaría el peronismo a
las puertas de renovar su poder? ¿No quedaría el país en medio de las luchas
internas del peronismo, entre la izquierda y la derecha del justicialismo, que
es su eterna tara? ¿Qué inversores nacionales o extranjeros arriesgarían un
solo dólar en semejante país? Los resultados deberían situarse en el justo
medio de tales extremos para que no haya riesgo de colapsos previos al 10 de
diciembre, pero la política es reacia a dejarse gobernar por la lógica, y mucho
menos por la aritmética.ß |