Sábado 8 - Diego Cabot - Parece sencillo, pero no lo es. El paro de colectivos que
afectó ayer a la zona metropolitana y a seis provincias está lejos de ser solo
un problema salarial. No se trata de la diferencia entre lo que pretenden los
empleados y lo que están dispuestos a pagar los empleadores, sino que todo va
mucho más allá. Si fuese boxeo, se debería tirar una toalla de cada uno de los
rincones. El punto es que el sistema está quebrado y de tan maltrecho ya no
puede mantenerse en pie.
En el centro del
problema se encuentran los subsidios. El transporte de colectivos jamás
necesitó compensaciones hasta 2002, pero hoy, para ser precisos, depende en
hasta un 90% del dinero del Estado. Aquellas compensaciones nacieron como una
necesidad cuando la caída de la convertibilidad tornó imposible que la demanda
(los pasajeros) pudiera pagar el boleto, afectada por los costos en dólares.
Un año después, en
2003, esa caja fue detectada por el presidente Néstor Kirchner como una enorme
fuente de financiamiento de la política. Fue cuando le dio el manejo de la
estructura al inefable Ricardo Jaime. Mientras tanto, en la Casa Rosada
empezaron a encontrar el gusto dulce que provocaba en las encuestas el
populismo tarifario. La trampa estaba tendida y fue tan eficiente que, 20 años
más tarde, ya atrapó a todos los actores.
Lo que sucede estos
días es la enorme falta de sustentabilidad del mundo de los colectivos, a tal
punto que, como se dijo, alrededor de 88 pesos de cada 100 que recauda hoy un
colectivo los paga el Estado. El camino de la destrucción del sistema duró 21
años. De no haber necesitado dinero público se pasó en ese tiempo a un esquema
en el que el pago del Estado es tan importante que, prácticamente, las unidades
no podrían siquiera dar unas vueltas sin que llegue el cheque mensual.
Dependencia y deterioro.
Pese a que es una
de las pocas actividades indexadas, la recaudación no alcanza a cubrir los
costos. Cada vez que se publica un índice mensual de inflación, se aplica un
aumento de la tarifa de igual porcentaje a las cero horas del primer día del
mes siguiente. Así y todo, no hay manera de sostenerlo. El sistema es
insostenible, se avejenta el parque automotor y se deteriora el servicio, que
ni siquiera tiene elasticidad para cambiar los recorridos. De a poco, los
colectivos ya no responden a las necesidades de nadie. Todo está expuesto en
cada una de las paradas: pasajeros, gremios, Estado y empresarios se quejan.
Todos están disconformes.
Desde hace un par
de meses, lo que sostenía el servicio era una frágil tregua que consistía en
que el Gobierno aumentara la porción de subsidios para compensar la paritaria.
El resto de los otros reclamos, especialmente los que fueron llevacaso, dos a
la mesa por los empresarios, quedaron todos pendientes.
El punto central es
quién paga los aumentos. El asunto empezó el año pasado, cuando la UTA, que
maneja Roberto Fernández y que fue elegido en diciembre por cuatro años más,
cerró las paritarias. Entonces, embelesados por la ascendente figura de Sergio
Massa, recién asumido como ministro de Economía, acordaron una suma salarial de
60%, en dos tramos de 30% por cada semestre. Eran épocas en las que el ahora
candidato prometía una inflación cercana a ese número.
El convenio quedó
pulverizado por la inflación del doble y el sindicato empezó a golpear las
puertas. Ahora bien, ¿qué puerta? Aquí viene el tema más importante. Desde hace
años, los empresarios son espectadores de una función donde el sindicato
negocia las escalas salariales con el Ministerio de Transporte, actor protagónico,
ya que es el que pone la firma al cheque de subsidios. Luego, aquellos firman.
Este año, sucedió
algo similar. A principios de junio, para evitar el paro, se rubricó un acuerdo
entre las carteras de Transporte y Trabajo, representados por Diego Giuliano y
Kelly Olmos. Dispusieron una suba salarial, pero obviaron temas. El primero, no
convocaron a los empresarios; el segundo, no resolvieron quién iba a aportar el
dinero.
En esas horas, las
cinco cámaras de transportistas metropolitanos firmaron un comunicado conjunto
en el que destacaron que el acuerdo no era legítimo. Todo transitó en medio de
semejante precariedad hasta que las empresas liquidaron los sueldos de junio.
Entonces, como ya habían avisado, utilizaron para las remuneraciones la escala
salarial vieja, tanto para las remuneraciones de junio como para el aguinaldo.
Acreditado el importe, el sindicato dejó pasar unos días necesarios donde se
podría haber hecho una complementaria, una formalidad que ya se sabía que no
ocurriría, y entonces sí decidió el paro.
En 2015, cuando
Cristina dejó la presidencia, los boletos pagados por los usuarios aportaban el
29% y el Estado, el 71% restante de la recaudación. Al año siguiente, con las
actualizaciones que se hicieron en el inicio del gobierno de Macri, se pasó a
cubrir un 62% con subsidios y un 38% con recaudación. Aquella administración
terminó con una ecuación de 63% y 37%, respectivamente. Pero claro, llegó la
pandemia y los colectivos se paralizaron. Entonces, todo cambió. En aquel 2020
el Gobierno empezó a subsidiar el 87% del total del gasto. Ahora, el número
llega a 88%. La dependencia es absoluta.
Los subsidios se
calculan de acuerdo con una fórmula sobre la base de los costos simulados de
una empresa tipo. Esa compañía tiene todos los gastos de un lado de la planilla
y del otro, los ingresos. Lo que falta lo pone el Estado. El punto crítico es
que los costos de esa línea de colectivos que se usa como base están calculados
a noviembre del año pasado.
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