Por Guillermo Oliveto - De tanto hablar de ella es como si la hubiéramos
borrado. En la era de la infoxicación en la que vivimos, no hay tópico ni debate que resista su
propia desintegración. Abrupta o sigilosamente, todas las noticias se
desvanecen ante el fulgor de la próxima novedad. Sin que lo notemos, de tan
omnipresente, la inflación ha comenzado a desaparecer. Como los ciudadanos que
procuran seguir con su vida en medio de una guerra, la hemos naturalizado para
poder sobrevivir. El peligro es que, en ese acto tan humano, olvidemos cuáles
son sus consecuencias.
No se
trata de amenazas imaginarias, sino de posibilidades bien ciertas, concretas,
fácticas. Basta recurrir a los libros de historia para comprender la magnitud
de los estragos que ha provocado. Sin dudas, uno de los hechos más trágicos fue
la hiperinflación alemana posterior a la Primera Guerra Mundial, que se
extendió desde agosto de 1921 hasta noviembre de 1923. Proceso al que no pocos
historiadores identifican como el germen del resentimiento que haría surgir el
nazismo.
En su
nota de tapa del 22 de abril de 2019, Business Week se preguntaba: “¿Está
muerta la inflación?”. La ilustraba con la imagen de un dinosaurio sin vida. Un
hecho del pasado, extinto como aquellos “lagartos terribles”, tal el
significado de su nombre. Se calcula que desaparecieron de la faz de la Tierra
hace 66 millones de años. Más allá de la ciencia ficción, nadie esperaba que
revivieran algún día. Pues bien, al igual que en la mítica Jurassic Park, una
sucesión de decisiones, ciertos errores y algunas intencionalidades terminaron
provocando que ese día llegase.
El 18
de febrero de este año, The Economist plantearía con el mismo nivel de
inquietud, pero en sentido inverso, la siguiente pregunta: “¿Por qué la
inflación es tan difícil de bajar? Ilustraba esa portada con un globo
aerostático y un gran clavo que no lograba desinflarlo.
Como
consecuencia del “cierre del mundo”, la economía global cayó 3,5% en 2020, es
decir, el doble que la retracción provocada por la crisis de las hipotecas
subprime en 2009: -1,6%. La emisión monetaria que tuvieron que hacer los países
para sortear la imposibilidad de trabajar, producir y consumir de miles de
millones de personas durante los confinamientos de 2020 y 2021 resultó análoga
a la clonación que despertó del pasado a las criaturas desaparecidas en la
película de Steven Spielberg,
En el
mundo lo tienen bien claro. Apenas vieron que el dinosaurio de la inflación
revivía, usaron toda su artillería para intentar devolverlo al arcón de los
recuerdos. La Reserva Federal de los Estados Unidos subió la tasa de interés de
0% al 5% anual. El Banco Central Europeo, del 0% al 3,75%. En el Reino Unido ya
llega al 4,25% anual. Todavía están en esa batalla. Y conocen de memoria “el
precio a pagar”: enfriar la economía. Bloomberg publicaba en abril de este año
que el riesgo de entrar en recesión durante 2023 superaba el 50% de
probabilidad en Francia, Canadá, Italia, Alemania, Estados Unidos, Nueva
Zelanda y el Reino Unido. Para sociedades que no vivieron situaciones
inflacionarias relevantes en las últimas cuatro décadas, lo que están
experimentando resulta intimidante. Simplemente, la gente tiene miedo.
Según
el último informe del Indec, en la Argentina la inflación interanual ya es del
108,8%. Se espera entre 8 y 9% para el dato del mes de mayo. Los economistas
que consulta el Banco Central acaban de elevar su proyección de inflación para
2023 del 126% al 148% anual. El hecho no necesariamente pasó inadvertido, pero
sí podría decirse que se escuchó como si hubiera sido emitido con sordina. La
sociedad, aturdida y anestesiada, ya no puede ni hacer las cuentas.
La
pregunta que nosotros debiéramos hacernos entonces es: ¿hemos transformando a
la inflación en un vicio incurable?
Vicios
y pecados
El papa
romano Gregorio Magno (540-604 d. C.) fue quien, a finales del siglo VI,
definió los siete pecados capitales. La intención era, naturalmente, establecer
un sistema de pautas morales y éticas que contuvieran o moderaran los instintos
más oscuros, los vicios más tentadores o las transgresiones más frecuentes de
los seres humanos para moldear su conducta y favorecer la convivencia social.
De esos
siete pecados capitales, el que se identifica como el primero, el peor y del
que se desprenden todos los demás es la soberbia. Se lo conoce como “el rey de
los vicios” porque su fuerza es muy poderosa y atractiva. Incita a los hombres
a tener una sobrevaloración del yo y a sentirse superiores a los demás,
creyendo que sus conocimientos, opiniones y capacidades están siempre por
encima de las de los otros.
A fin
de trazar la analogía, podríamos decir que el primero y más hondo pecado
capital de la inflación para los argentinos es precisamente acostumbrarnos a su
presencia y menospreciar su peligro. Soberbiamente, creemos que, no importa su
magnitud, siempre la vamos a poder controlar. De ahí en más, deviene el resto
de los desvíos.
Caemos
en la avaricia, que es un pecado del exceso y que conduce a la deslealtad, las
traiciones, la mentira, el engaño y hasta la violencia. La gestión cotidiana de
la inflación desintegra los vínculos sociales llevándonos a un “sálvese quien
pueda”. Los actores se vuelven avaros por temor a no tener mañana lo que hoy se
puede obtener, cristalizándose en ellos una actitud profundamente
individualista y extractiva. Hay que sacarle al sistema todo lo que se pueda
como un mecanismo defensivo.
Siendo
así, el sistema entra en un régimen de “todos contra todos”. En un contexto tan
desvirtuado, cada cual siente que lo que el otro tiene es porque le quitó algo
a él. La disputa se vuelve cruenta y extravía el sentido, resultando más
importante el goce efímero y envenenado de desposeer al rival que el deseo
genuino por la gratificación o utilidad que puede tener ese objeto o esa
experiencia.
Se
llama envidia. Al igual que la avaricia, es un deseo insaciable. Y por eso tan
dañino. No tiene límite ni fin. Sentimiento presente en el Homo sapiens desde
siempre, especie gregaria al fin, pero exacerbado por la conectividad y las
redes sociales. Se potencia aún más cuando la inflación rompe todas las
referencias y ya nadie sabe qué es mucho, poco o suficiente, caro o barato,
justo o injusto.
Guiados
por la envidia, los individuos suelen caer en otro de los pecados capitales: la
gula. Es decir, la glotonería, que invita a alimentarse más allá del apetito.
No se trata de saciar el hambre, sino la sed competitiva. Quien vende pretende
ganar ahora lo que no sabe si podrá ganar después, y quien compra consume todo
lo que puede cuando entiende que está venciendo al sistema. El ejemplo más
claro es la compra en cuotas “sin interés”. No importa si la financiación es
necesaria o no, se usa igual porque ahí hay una ventaja. Las últimas cuotas son
gratis: las pagará la inflación, siempre creciente. Esa gula conduce al puro
presente y anula la perspectiva de futuro. “No dejes para mañana lo que podés
consumir hoy”, como afirmaban los consumidores argentinos en nuestro último
relevamiento cualitativo del humor social.
En
entornos de alta inflación, la distribución de la renta se torna cruenta porque
al no haber reglas ni previsibilidad se impone la ley del más fuerte. Suelen
perder los más débiles, los que no tienen las herramientas para hacer
inversiones financieras sofisticadas, los que indefectiblemente ven cómo sus
ingresos corren detrás de los precios. En general, son los asalariados del
sector informal. Las estadísticas del Indec lo refrendan. El último valor
publicado de este grupo de trabajadores –que los analistas privados calculan
alrededor del 40% del total– muestra ingresos que crecieron 81,2% en un año, cuando
la inflación fue del 104,3%. Tuvieron entonces una pérdida de poder adquisitivo
de 23 puntos o del 11,3% en un año. Es lógico que, desde su perspectiva, los
hábitos del resto de los sectores que vieron cómo sus ingresos subían igual o
más que la inflación huelan a otro de los pecados capitales: la lujuria. Un
deseo erótico y carnal excesivo, en este caso canalizado en el placer que
provee el consumo.
Frente
a un sistema que, por la imposibilidad de prever, obtura los sueños y ahoga los
proyectos, los ciudadanos pueden sucumbir finalmente ante el llamado de los
restantes dos pecados capitales.
El
primero de ellos es la pereza. Se entiende la pereza no como el ocio o el
entretenimiento, elementos centrales de una vida equilibrada en la era
contemporánea, sino como la abulia, la apatía y el desgano. La succión de la
energía vital vampirizada por la inflación deja vacíos a los individuos,
quienes caen desmoronados por falta de fuerzas y, sobre todo, de libido. ¿Para
qué hacer el esfuerzo si el partido está perdido de todos modos?
El
segundo, y fatal, es la ira. Es descripta como una emoción no ordenada, ni
controlada, de odio y enfado. Cuando las sociedades se ven desbordadas por la
inflación y el consecuente desmoronamiento de su calidad de vida, las reacciones
destempladas no son una amenaza que debiera soslayarse.
Séneca
(4 a. C. - 65 d. C.) fue no solo uno de los tres grandes filósofos estoicos
junto a Epícteto y Marco Aurelio, todos cultores de la moderación y la
sensatez, sino también un político. Accedió al cargo de senador romano nada
menos que durante los cuatro años en los que gobernó el emperador Calígula.
Luego sería tutor de Nerón, e incluso llegó a ejercer el poder máximo del
imperio durante 8 años. Sabiendo muy bien de lo que hablaba, en su ensayo
Sobre
la ira advirtió a la élite romana sobre las consecuencias de este pecado
capital. Allí decía: “La ira es la más terrible e ingobernable de las
emociones. Es pura agitación, violencia, deseo de agredir, de herir, de
atormentar, de dañar al prójimo, incluso a expensas del bien propio. El que la
padece busca una venganza que irremediablemente acarreará su propia
destrucción. No hay emoción capaz de imponerse a la ira. Cuando la ira se
adueña de nosotros, ya no hay forma de detener la caída”.
Su
mensaje, cargado de sabiduría, trasciende el tiempo.ß |