Por Roberto
Gargarella - La Corte argentina tomó, en los últimos tiempos, varias decisiones
relevantes en materia constitucional. Muchas de ellas tuvieron que ver con
cuestiones procedimentales, y sus contenidos fueron controvertidos y desafiados
desde esferas cercanas al Gobierno. Recuérdense casos muy conocidos, como los
relacionados con la elección de representantes legislativos para el Consejo de
la Magistratura; el intento, por parte del Ejecutivo, de recortar drásticamente
la asignación de recursos a la Capital Federal; o las re-reelecciones de
gobernador en San Juan y Tucumán; etc. Quisiera defender (más que a una Corte
en particular o a una serie de decisiones específicas) el tipo de enfoque
jurídico que parece derivarse de decisiones como las citadas, concentrándome en
dos cuestiones en particular. Primero, la materia que la Corte debe asumir como
fundamentalmente propia es la salvaguarda de los procedimientos democráticos.
Segundo, me referiré a la dirección e intensidad de dicha intervención, para
abogar por un ejercicio contextualizado de la función judicial. Defenderé, en
este sentido, una labor jurídica atenta al lugar, el tiempo y las
circunstancias en que vivimos: sensible a los “dramas” propios de este momento
histórico.
Respecto del
enfoque jurídico que considero justificado, sostengo una concepción
“procedimentalista” de la actuación judicial, según la cual la intervención de
los tribunales (aquí me centraré en la Corte Suprema) debe concentrarse (no
exclusiva, pero sí primordialmente) en la custodia o protección de las “reglas
(procedimentales) del juego democrático”. La exigencia de esta custodia activa
e intensa de las “reglas de juego” no implica –como pareciera quedar sugerido–
la defensa de un Poder Judicial “activista” y dispuesto a “torcerle el brazo” a
la política en todos los casos que se le presenten. Más bien lo contrario: lo
que se le pide a la Justicia es que se “retire” de una mayoría de casos que
tiende a asumir como propios (y en donde tiende a “imponerle” a la política su
propio punto de vista), para concentrar su trabajo en el cuidado de las “reglas
de juego” (dado que es la política democrática la que debe decidir en última
instancia sobre las cuestiones políticas “sustantivas”).
A la Justicia no le
corresponde definir, ni directa ni indirectamente, los contenidos de una
política económica, ambiental o de seguridad, por más que habitualmente se
involucre en esos casos. Por ejemplo: a la Justicia no le corresponde decir que
determinados impuestos, o las retenciones definidas por el Estado, son
“demasiado altos” y, por lo tanto, “expropiatorios” y nulos: es la política
democrática la que debe definir los niveles de esos impuestos o retenciones
(que bien pueden quedar en un nivel bajo o “recontraalto”). El célebre caso de
la “resolución 125” sobre retenciones, en 2008, ilustra bien lo que digo. A la
Justicia no le correspondía atacar dicha resolución por establecer retenciones
demasiado altas o “expropiatorias” (la política democrática, reitero, puede
determinar el nivel de cargas que considere apropiado), pero sí debió desafiar
a dicha resolución, y finalmente invalidarla, por razones procedimentales: no
era una Secretaría de Estado sino el Congreso quien debía definir una medida de
tal envergadura. Tales medidas deben ser el resultado de acuerdos democráticos
profundos, en el Congreso.
Respecto de la
orientación e intensidad del enfoque judicial, sugiero la adopción de una
concepción “contextualizada” sobre el ejercicio de la función judicial, es
decir, adaptada a las necesidades y problemas –a los “dramas”– de nuestro
tiempo. Para que no parezca que lo que presento aquí representa una mirada
exótica de la tarea judicial, señalaría lo siguiente: la llamada “Corte
Warren”, en Estados Unidos (la Corte presidida por el juez Earl Warren, entre
1953 y 1969, símbolo de una aguerrida defensa de los derechos de los
afroamericanos y otros grupos vulnerables), marcó la historia legal
norteamericana de todo el siglo XX y se convirtió, desde entonces, en una de
las más célebres e influyentes en el derecho comparado. Esa Corte ha sido
descripta (acertadamente) como una Corte“procedimental is ta ”, que tuvo además
la virtud de saber actuar conforme a las necesidades más imperiosas de su época
o contexto. Según el jurista John El y, el más reputado impulso r contemporáneo
del enfoque“procedimental is ta ”, si la Corte Warren ganó admiración y respeto
en los niveles nacional e internacional, se debió a que supo ejercer su tarea
teniendo en cuenta las principales amenazas constitucionales de su tiempo: los
intentos de lapolítica mayoritaria por discriminar o “sacar de juego” a
minorías “impopulares” (la minoría afroamericana, los homosexuales) y la
habitual pretensión de los grupos en el gobierno de usar las herramientas bajo
su control (económicas, coercitivas, etc.) para preservarse en el poder
(obstaculizando asimismo las iniciativas de la oposición). Para Ely, la Corte
Warren no solo escogió bien su rumbo (cuidar los “procedimientos” antes que la
“sustancia” del derecho), sino que además fue exitosa en el logro de sus fines,
al perseguir de modo activo e intenso los dos objetivos citados, requeridos por
ese particular tiempo político.
Vuelvo al caso
argentino para hacer la pregunta que corresponde hacerse a esta altura: ¿cuál
sería la forma apropiada( contextualizada) de ejercicio de la función judicial?
¿Cuáles serían, en tal sentido, los “dramas” de nuestro tiempo? En línea con lo
descripto por Ely, sugeriría dos “males”, en particular: el intento por parte
de los poderes establecidos (nacionales y locales) de preservar, expandir y
abusar de sus poderes (persiguiendo o encarcelando opositores por sus
actividades de protesta; buscando reelecciones indefinidas; estableciendo
controles o vigilancias parapoliciales sobre la población; etc.), y el “drama”
de la desigualdad estructural y persistente, que deja a amplios grupos de la
sociedad fuera del “juego democrático”.
Concentrada en
objetivos como los señalados (plenamente consistentes con los requerimientos de
nuestra Constitución en materia de organización del poder y derechos), la Corte
hace bien, por ejemplo, cuando utiliza sus limitadas energías para decidir
causas como las enumeradas más arriba (Consejo de la Magistratura,
rereelecciones, “democratización de la Justicia”). La expectativa es que la
Corte persista y persevere (en casos como el de Formosa) en esa “primera” línea
de trabajo, estrictamente procedimental (siendo cada vez más exigente en
materia de respeto del “sistema representativo y republicano” del art. 5 CN –un
artículo que demanda ir mucho más allá de la imperiosa tarea de terminar con
las reelecciones indefinidas–), y a la vez comience a asumir una postura más
activa en relación con la segunda de las líneas citadas (para proteger privilegiadamente
a quienes protestan por violaciones de derechos constitucionales; para exigir
resguardos sociales para los grupos más desamparados de la sociedad; etc.). Se
trata de requerimientos constitucionales básicos, no de una expresión de
deseos.ß
Vuelvo al caso
argentino para hacer la pregunta que corresponde hacerse: ¿cuál sería la forma
apropiada de ejercicio de la función judicial?, ¿cuáles serían los “dramas” de
nuestro tiempo? |