El 20 de junio, el
Día de la Bandera, el ministro de Economía, Sergio Massa, quiere poner en
marcha la primera etapa del gasoducto que une la localidad neuquina de Tratayen
con la ciudad bonaerense de Saliqueló
Por Fernando
González - Son tiempos de contradicciones en la Argentina. Esta semana,
mientras exponía uno de sus informes habituales frente a empresarios y
ejecutivos extranjeros, el economista Miguel Kiguel describía las dos
realidades del país esquizofrénico.
Por un lado, las
cifras de la decadencia que conocen hasta los chicos de la secundaria.
La inflación que, salvo un milagro, va en camino del 120% anual para
cuando termine el año. Las reservas netas líquidas del Banco Central, con saldo
negativo de U$S 2.700 millones (probables U$S 8.000 millones negativos hacia
diciembre), y la sequía impactando fuerte sobre los ingresos por
exportaciones agropecuarias. Todo en un contexto de confrontación interna y
encuestas adversas contra el Gobierno.
Pero lo que más les
llamó la atención a quienes escucharon al economista de EconViews fue
el final de su exposición. Porque más allá del bajón que significa explicar la
Argentina, tuvo un espacio de optimismo para el futuro cercano. Kiguel explicó
que, si se aprenden las lecciones de las experiencias pasadas, habrá otra
oportunidad para quienes les toque gobernar la Argentina.
Kiguel no lo dijo
taxativamente, pero todos compartieron la sensación de que se trata de una
última oportunidad para el país que va perforando un subsuelo en cada
gobierno. “Hay tremendas oportunidades en minería, petróleo y gas, y en
agro negocios. Tanto que podrían aumentar el ingreso anual por exportaciones en
U$S 25.000 millones relativamente rápido”.
Las proyecciones de
Kiguel, que comparten otros economistas y consultores, estallan al mismo tiempo
que las comprobaciones sobre la catástrofe de la pobreza en la
Argentina. Se acababa de conocer a través del Indec que la cantidad
de pobres había superado los dieciocho millones de argentinos en el
segundo semestre de 2022 y que el porcentaje de chicos pobres menores de 15
años alcanzaba la vergüenza del 54,2%. Y eran datos viejos.
Miguel Kiguel: “Hay
tremendas oportunidades en minería, petróleo y gas, y en agro negocios. Tanto
que podrían aumentar el ingreso anual por exportaciones en U$S 25.000 millones
relativamente rápido” (Colin Boyle)
Porque al haber
aumentado la inflación en enero, febrero y marzo, la pobreza sigue creciendo a
velocidad alarmante. Los consultores privados estiman que ya ha superado el 43%
en todo el país y que la pobreza infantil se acerca dolorosamente al 60%.
Y eso no es todo.
La mayoría de los dirigentes políticos que trabajan en el área social reconocen
que la pobreza, si no se toman en consideración los subsidios y planes
sociales, abarca ya a más de la mitad de la Argentina. Un índice similar a los
meses posteriores a la devaluación de 2002, cuando alcanzó el 52%.
Esos números
avergüenzan sobre todo a una gran cantidad de dirigentes peronistas que
prefieren no transmitir en público su desesperanza. Formados en la liturgia
asistencialista de Juan Domingo Perón y Eva Duarte, y orgullosos del concepto
de la movilidad social ascendente que rigió en la Argentina de las décadas
pasadas, este derrumbe en el subsuelo de la pobreza les hacer alimentar las
peores pesadillas sobre el futuro electoral.
Entonces, ¿Cómo
relacionar este presente de súper inflación, reservas monetarias agotadas y
pobreza extrema con un futuro próximo que puede albergar una oportunidad de
recuperación?
Muy simple. Sucede
que el fenómeno climático de La Niña auspicia, según creen los expertos, el
final de la sequía y años de cosechas más abundantes. Y que, con un cambio
en las leyes de inversiones, se consolidarían los proyectos para la
explotación de litio. No en vano, ya se habla en los círculos mineros de “la
OPEP del litio” al triángulo que conforman la Argentina, Chile y Bolivia,
trazando un paralelo con el fenómeno de los países árabes que crecieron con la
exportación de petróleo en la década del ‘70.
Y, sobre todo, hay
una enorme expectativa puesta sobre el punto de inflexión que podría producirse
en la exhausta economía argentina si se le da continuidad a los gasoductos que
necesita el país para poder regresar a aquel pasado cercano de exportador de
combustibles. La explotación del yacimiento no convencional de Vaca Muerta
es quizás la última política de Estado que ha sobrevivido a la
grieta entre el kirchnerismo y sus opositores.
El 20 de junio, el
Día de la Bandera, el ministro de Economía, Sergio Massa, quiere poner en
marcha la primera etapa del gasoducto que une la localidad neuquina de Tratayen
con la ciudad bonaerense de Saliqueló. Son 573 kilómetros de caños de 12 metros
de largo cada uno, que cruzan las provincias de Río Negro y La Pampa, y que
deberán transportar 11 millones de metros cúbicos de gas natural desde la
Patagonia hacia los centros agrícolas y urbanos de la provincia de Buenos
Aires.
Los funcionarios de
la Secretaría de Energía juran que el 20 de junio se podrá inaugurar
ese primer tramo del gasoducto, y es probable que lo hagan de cualquier modo.
Pero, en reserva y al igual que lo reconocen los expertos de la industria
gasífera, las dificultades naturales en el aprovisionamiento de caños y en la
soldadura de los mismos, harán que esa primera etapa no se complete hasta fines
de agosto o comienzos de septiembre.
Se acababa de
conocer a través del Indec que la cantidad de pobres había superado los
dieciocho millones de argentinos en el segundo semestre de 2022 (AP
foto/Natacha Pisarenko)
El retraso,
habitual en obras de infraestructura de esta envergadura, no sería un gran
problema si en el medio no estuvieran las elecciones primarias (PASO), que se
celebrarán el 13 de agosto, y si por delante no estuvieran después las
elecciones presidenciales del 22 de octubre. La disputa política ha sido una
dificultad permanente para el desarrollo del proyecto de Vaca Muerta desde sus
comienzos. Lo que está claro es que, de concretarse las cinco etapas del
gasoducto (con dos tramos más cortos y plantas compresoras), la Argentina
podría mejorar ostensiblemente su balanza energética deficitaria de estos
tiempos y hasta volver a sumar fuertes ingresos por exportaciones como le
sucedió a principios de siglo con la soja.
La Argentina debió
importar, solo en 2022, cerca de 5.000 millones de dólares en importación de
gas comprándolo caro a Bolivia, y más caro todavía a los barcos
regasificadores. Si las proyecciones aciertan, la puesta en marcha del
gasoducto de Vaca Muerta podría significar un ahorro de U$S 1.500 millones en
su primera etapa, y llevarlo a cerca de U$S 3.000 en la segunda. Sería un
cambio impactante para el actual drenaje de reservas monetarias, que tiene al
Gobierno al borde del colapso.
Cada vez que
puede, Cristina Kirchner reivindica haber iniciado el proyecto de
Vaca Muerta en 2012 al nombrar al petrolero Miguel Galuccio al frente
de YPF. Lo volvió a hacer la semana pasada, cuando escribió algunos tuits
criticando a los Estados Unidos minutos antes justamente de que Alberto
Fernández tuviera su cumbre en la Casa Blanca, donde lo recibió Joe
Biden. Como le gusta decir a la Vicepresidenta, todo tiene que ver con
todo.
Y es cierto que
aquella movida de Cristina movilizó las inversiones de shale gas en Vaca
Muerta, y hasta posibilitó un polémico acuerdo secreto de explotación con la
compañía estadounidense Chevron. Claro que no se trató de una conversión al
capitalismo. La balanza energética deficitaria del kirchnerismo, por su
política de cepo cambiario, de tarifas congeladas y escasas inversiones en
infraestructura, fue el talón de Aquiles que minó las reservas monetarias del
Banco Central y obligó a la entonces presidenta a probar con otras recetas.
Mauricio
Macri terminó derrotando al kirchnerismo en las elecciones y, con una
política más enfocada en la inversión privada, intentó continuar con la
explotación de Vaca Muerta. La crisis financiera internacional y el sorpresivo
acuerdo con el FMI al que debió acudir demoraron algunas de sus decisiones.
Por eso, es que la
licitación para el gasoducto que llevaría el combustible hasta Buenos Aires recién
se licitó en el final de su gestión y cuando se encaminaba ya a una segura
derrota electoral. De hecho, Macri debió postergarlo dos veces, y la tercera
postergación la ordenó Alberto Fernández, quien se tomó quince meses para tomar
la decisión de no decidir nada.
En febrero de 2022,
el entonces secretario de Energía, el kirchnerista Darío Martínez, derogó
la licitación privada del gasoducto para iniciar otro proceso con
financiamiento estatal a cargo de Enarsa (que con Macri se llamaba IEASA) y
ponerle el previsible nombre de Néstor Kirchner al emprendimiento que llevaba
tres años siendo un proyecto de papel. Argentina extraía gas en Vaca Muerta,
que no podía llevar hasta sus consumidores agrícolas y ni urbanos. Por eso,
Cristina primero y Alberto después, se dedicaron a importar gas de barcos
regasificadores, a precio más caro y a un dólar que se fue llevando las
reservas.
Cuando Martín
Guzmán debió renunciar a Economía y lo reemplazó Sergio Massa (casi no
vale la pena recordar el intervalo imperceptible de Silvina Batakis y
antes de que el Gobierno partiera en helicóptero, según el testimonio revelador
del ex funcionario e intendente Jorge Ferraresi), el nuevo ministro
recordó que si activaba el gasoducto y lograba potenciar la exportación de gas,
podría conseguir dólares, combatir un poco mejor la inflación y convertirse tal
vez en el candidato presidencial inevitable del Frente de Todos, de Cristina y
Alberto.
Las cosas no
resultaron como las imaginó Massa. Pero el gasoducto ha avanzado y su
primera etapa estará lista para el segundo semestre. El ministro va a hacer lo
imposible para poder capitalizar electoralmente su efecto, aunque lo más
probable es que quien vaya a completar todas las obras necesarias para seguir
exportando a Chile, y sumar ventas a Brasil y a Uruguay, sea el próximo
presidente. Hoy es la oposición quien parece estar más cerca de la Casa Rosada
y todos los economistas que trabajan con sus precandidatos (Martín
Redrado, Hernán Lacunza, Luciano Laspina o Carlos Melconian) cuentan con
la convergencia de la exportación de gas, de litio y de los granos para poder
quebrar la decadencia económica de 40 años.
La Argentina de la
democracia recuperada ya desperdició los cien mil millones de dólares que
Carlos Menem consiguió movilizar en inversiones con el imán de las
privatizaciones en la década del ‘90. Y dilapidó luego una cantidad similar de
ingresos que el boom de la soja puso en manos de Néstor Kirchner y de Cristina,
que se fueron en déficit fiscal, estatizaciones pésimamente ejecutadas (como la
de YPF) y fraudes en la obra pública que terminaron en la Justicia y una
condena para la Vicepresidenta.
Sería un nuevo
milagro, y posiblemente el último, que la Argentina dispusiera de una nueva
oportunidad de despegue.
Pero aquella tierra
del loor al trigo, que hace un siglo anticipó Leopoldo Lugones en su
poema, necesita que su dirigencia encuentro el rumbo perdido hace tanto tiempo.
Se trata de volver a crecer y de frenar este castigo inmerecido de la pobreza.
Si no lo hacemos, el gas, el litio y la soja siempre serán insuficientes para
reconstruir algo que se parezca al futuro. |