Domingo 4 - Por Jorge
Liotti - Cristina Kirchner se había dejado llevar otra vez por el tumulto dulce
de sus militantes cuando el agresor le apuntó con el arma. Le habían acercado
un libro para firmar, que cayó al piso y la distrajo, quizás para darle un
instante de inconsciencia ante lo que pudo haber sido su final. Cuando el
disparo falló, reaccionó por reflejo sin saber lo que pasaba. Y así continuó
varios minutos más, para seguir saludando a sus fieles. Tampoco en su entorno
entendían lo que había ocurrido.
Un concejal de Presidente Perón fue el primero que actuó y manoteó a
Fernando Sabag Montiel a los gritos para que lo ayudaran a atraparlo. Un
custodio del Instituto Patria lo agarró del cuello y lo frenó en su huida. Otro
militante identificó el arma tirada en el suelo y la pisó para que no se
escabullera en el desorden. Todos integrantes de un entorno de seguridad
informal que son de confianza, pero no profesionales (¿habrá tenido que ver eso
con la misteriosa visita que Juan Martín Mena y el jefe de de seguridad Diego
Carbone le hicieron a la jueza María Eugenia Capuchetti en plena madrugada del
viernes?). Recién un par de minutos después la custodia oficial hizo entrar a
Cristina a su casa, ante la queja de la vicepresidenta. Seguía sin saber qué
había pasado. Cuando estuvo adentro le contaron lo ocurrido, y terminó de
dimensionar el episodio cuando vio las imágenes en la TV Pública. En esta
secuencia frenética, cargada de descuidos, improvisaciones y azar, se puso en
juego la estabilidad del país. Como en Match Point, la pelota quedó suspendida
y cayó de un lado de la red; pero pudo ser diferente.
Aun en los sectores más moderados del oficialismo admiten que si la bala
hubiera salido del cargador, la Argentina hubiese ingresado en una espiral de
violencia inmediatamente. “Creo que terminábamos con muertos en las calles y
tres edificios de Recoleta incendiados”, grafican. Un escenario trágico también
se hubiera producido si la Policía de la Ciudad hubiese tenido alguna
responsabilidad en el momento del hecho. “Nos salvó el juez Gallardo”,
reconocían en el entorno de Rodríguez Larreta. En el Gobierno algunos se
asustaron a tal punto que sondearon a figuras de reconocido predicamento social
para que hicieran una convocatoria por la pacificación, casi una admisión de
que la dirigencia política ya no tiene facultades para generar crédito.
Durante las primeras horas posteriores al ataque hubo un tenue aire de
comprensión institucional. Fue el momento de los primeros tuits de la
oposición, con mensajes de moderación y repudio al intento de magnicidio. Se
sumó después la potente imagen de los senadores de todos los bloques unidos en
defensa de las instituciones. Juliana Di Tullio a un metro de Carolina Losada.
Un espejismo efímero. Pocos minutos después los senadores oficialistas posaron
de nuevo, pero solos, sin la oposición, e hicieron un discurso claramente más
sesgado. La concordia se trabó definitivamenteen la cámara de diputados, donde
también evaluaron una foto conjunta, idea que naufragó porque el Frente de Todos
solo aceptaba hacer una sesión de repudio, que finalmente se hizo ayer en medio
de muchas prevenciones y desconfianzas.
La última oportunidad de haber capitalizado con una mirada institucional
el magnicidio que no fue se terminó de diluir cuando Alberto Fernández habló
con Cristina Kirchner y se definió el tono discursivo de la cadena nacional. El
Presidente, siempre atento a la aceptación de su vice, eludió la invitación que
la historia le había hecho para ubicarse en un lugar diferente, el de un estadista
que que su país se acercó demasiado a un clima de descomposición civil. Esa
noche alguien propuso en Olivos hacer una foto conjunta con los expresidentes
vivos, y convocar a Macri y a Eduardo Duhalde, pero la iniciativa fue
rápidamente desechada por el temor a un desaire que debilitara más a Fernández.
Cuando salió en público, habló del “discurso del odio”, apuntó contra medios y
opositores y les dio el argumento propicio para que los halcones del otro bando
reaccionaran. Alguien que estuvo al tanto de la confección de ese discurso
admite que “Alberto no tenía margen para hacer otra cosa. Con Cristina al borde
de haber sido asesinada y la militancia conmocionada, él tenía que evitar
quedar bajo fuego propio por tibio”. De hecho su visita a la casa de Juncal y
Uruguay fue interpretada en el oficialismo como un intento de reforzar su
mensaje de acompañamiento a la vicepresidenta. Otra vez prevaleció su rol de
facción en el Frente de Todos por sobre el que tiene como jefe del gobierno de
todos. Y el decreto del feriado fue justificado por la idea de que la
movilización se iba a producir de todos modos y era mejor evitar situaciones de
conflicto con la gente que circula en un día laborable. Nunca nadie pensó
seriamente en que la convocatoria incluyera a la oposición y por eso tampoco
fueron parte de la foto que se hizo en paralelo al acto en la Casa Rosada. “El
ámbito de acción con las otras fuerzas es el Congreso”, acotaron. La “defensa
de la democracia” quedó solo en manos del peronismo, que acudió en multitudes a
la Plaza de Mayo. Tampoco del otro lado hubo magnanimidad. Nadie llamó a la
vicepresidenta por temor a la crítica interna y a contribuir con su
victimización. Tantos años de agravios dejaron secuela.
En uno de sus momentos más oscuros desde que se recuperó la democracia,
la Argentina emergió con un déficit inédito: no hubo ningún espacio, ni tampoco
actores dispuestos, para articular un mínimo consenso de convivencia pacífica.
El entramado institucional está deteriorado y no hay liderazgos que puedan escapar
a la grieta. No hay un Alfonsín y un Menem como en 1989, o un Duhalde y una
mesa del diálogo al estilo 2002. En público hay acusaciones, y en reserva
apenas diálogos inconducentes. Por eso la violencia amenaza con llenar ese
vacío. En la recámara de la Bersa 32 quedó trabada la última señal de un país
que parece irremediablemente roto.
La última medición de la consultora Zuban Córdoba cuantifica este
deterioro con una pregunta sencilla: “¿Cómo cree que es la situación
institucional y democrática del país?”. El 49,7% la definió como “muy frágil” y
el 24,6% como “frágil”, lo que suma 74,3% de consideraciones negativas. Pablo
Knopoff, director de la consultora Isonomía retrata este cuadro de
descomposición al describir cinco conclusiones de sus estudios: “Primero, hay
un récord de pesimismo sobre el futuro, que si bien debería tener un sentido
intrínsecamente positivo, hoy tiene un significado negativo, a tal punto que el
56% responde que ‘lo peor está por venir’. Segundo, la gente no ve que las
elecciones puedan mejorar la situación, aunque gane el candidato que ellos
apoyan. Tercero, todos entraron en modo crisis, porque antes era un término
asociado al 2001 y ahora lo relacionan con el presente. Cuarto, ningún
dirigente tiene un nivel de aprobación que llegue al 50%, cuando siempre los
que lideraban superaban el 60%. Quinto, cambió la autopercepción social:
históricamente en la Argentina había más gente que se identificaba como de
clase media, aunque no perteneciera técnicamente a ese segmento, y ahora hay
más gente que se identifica como de clase baja. Es una pobreza por emoción”.
Una centralidad interesada
Cuando el arma de Sabag Montiel se trabó, la escena política ya estaba
peligrosamente convulsionada. El verdadero disparador había sido el pedido de
condena de Diego Luciani contra Cristina Kirchner. Después de eso hubo una
autodefensa pública de la vicepresidenta denunciando persecución y parcialidad;
una frase muy infeliz de Alberto Fernández sobre el fiscal; una vigilia
constante en el departamento de Recoleta (del cual Cristina se iba a mudar para
vivir en el mismo edificio que su hija Florencia, idea que primero se congeló
por el folclore de los militantes y que ahora se reactivó tras el ataque); la
guerra de las vallas del sábado pasado y una feinterna en Pro por la estrategia
de seguridad. En solo dos semanas hubo una abrupta redefinición del mapa.
El peronismo giró definitivamente sobre Cristina Kirchner, quien terminó
de exhibir en vivo la centralidad que nunca perdió en privado. Un asesor ilustrado
del oficialismo lo vincula con un proceso que también se da en otros países, el
de las “hegemonías minoritarias”, es decir, un sector intenso de una coalición
que, a pesar de tener algo más de 20 puntos de adhesión, concentra la dinámica
del espacio porque tiene un liderazgo nítido y una base de seguidores
consistente. La vicepresidenta también tiene un argumento más pedestre para
convencer al resto del peronismo: “Si me persiguen a mí, imaginen lo que van a
hacer con ustedes”. Con poco ánimo, pero laCGT terminó adhiriendo al
corrimiento y el Movimiento Evita marchó ala Plaza de Mayo. Los
intendentesbonaerenses están alineados desde hace tiempo y el PJ está dominado
por el camporismo. Solo exhiben pequeñas dosis de prescindencia los
gobernadores peronistas, que dominan en territorios donde el kirchnerismo es
mucho más débil, pero que carecen de incentivos para salir de sus dominios.
Mientras no haya una figura capaz de desafiar el liderazgo interno de Cristina,
ese colectivo está destinado a mantenerse en la irrelevancia. En 2019 se les
escapó la última oportunidad, cuando la Alternativa Federal de Juan Schiaretti,
Miguel Ángel Pichetto, Sergio Massa y Juan Urtubey tenía un adecena de
gobernador es detrásdispuestos a acompañar los y todo se esfumó con un video de
Cristina.
La centralidad de la vicepresidenta tiene dos objetivos confluyentes. El
primero y más inmediato es sumar volumen político para desafiar lo que presume
será un fallo adverso en la causa Vialidad. ¿Acaso alguien se atreve ahora a
pronosticar qué podría pasar si condenaran a Cristina antes de fin de año? La
calle contra los tribunales; otra vez la institucional ida den juego. Elk ir ch
nerismo ha sido eficaz en instalar en ciertos sectores de la sociedad el
mensaje de que los magistrados persiguen a su líder a partir de un dato
empírico: la Justicia tiene una pésima imagen pública. La última encuesta de la
Universidad de San Andrés midió un 82% de insatisfacción con su funcionamiento.
Pero pasan por alto que un porcentaje muy alto considera al mismo tiempo que la
vicepresidenta cometió actos de corrupción.
El segundo objetivo de la vicepresidenta es posicionarse definitivamente
como el factor ineludible de la decisión electoral para el próximo año, ya sea
como candidata (La Cámpora ya debatió y resolvió instalar el “operativo
clamor”) o como electora. Una reconstrucción de significado más cercana a la
pureza de Unidad Ciudadana de 2017 que a la amplitud del Frente de Todos de
2019. Esa reconstrucción está basada en la épica desplegada a partir del
pronunciamiento de Luciani. “Había una necesidad de salir a expresarse en las
calles y nos dieron el motivo”, argumenta un ministro gravitante. Esa necesidad
en realidad esconde la frustración por la falta de solución ante la grave
situación económica, un plano mucho más incómodo para el kirchnerismo, que
siempre prefirió los símbolos a los números.
Hoy esa gestión, tercerizada en Massa, circula con menos turbulencia,
pero igualmente frágil. En el Gobierno admiten que la situación de las reservas
los alarma (reconocen que la única salida para evitar un fogonazo es seducir al
campo con un dólar mejorado, algo a lo que Cristina ya no está tan resistente)
y se preparan para un escenario de mucha tensión entre septiembre y octubre,
cuando empiecen a impactar los aumentos de servicios públicos. Es improbable
que la épica alcance entonces. En LaCámp ora reconocen que el respaldo amassa
sigue sujeto a resultados, y que antes de fin de año evaluarán si la economía
sirve para apuntalar el proyecto electoral.
Como en todo sistema político bipolar, los movimientos de un lado
repercuten en el otro. El almuerzo del miércoles de la cúpula de Pro fue
sencillamente fatal. Larreta y Patricia Bullrich se cruzaron como nunca lo
habían hecho, ante el silencio salomónico de Macri. El jefe porteño le imputó a
la líder de Pro haber buscado desestabilizarlo cuando cuestionó el operativo de
seguridad de Recoleta y amagó un par de veces con irse de la reunión. “Mirá si
yo hablaba en público cuando me preguntaban por las decisiones de Mauricio
cuando era presidente”, le reprochó. “Yo dije lo mismo que te digo hace cuatro
años: no tenés el control de la calle”, le retrucó ella. Ese vínculo está
definitivamente quebrado y derrama sobre todo el partido. “La sensación con la
que nos fuimos es que ingresamos en una etapa donde todo vale, que ya no hay
reglas de competencia como siempre tuvimos”, resumió uno de los referentes del
espacio. Quizás Macri pueda hacer una mueca pensando que él es capaz de
ordenarlo, aunque para eso debe obviar el rechazo que genera en la opinión
pública cada pelea opositora. Cuando Pro se juntó a comer, todavía seguía
rebotando en la coalición el corrimiento de Facundo Manes del pedido de juicio
político al Presidente por su frase sobre Luciani. Gerardo Morales, líder del
partido, también se opuso. Martín Lousteau, la otra figura radical, quedó en el
lado opuesto. Nunca había sido tan evidente la falta de rumbo y conducción en
JXC. Todo parte del presupuesto de que ganarán el año próximo y entonces quien
se imponga internamente liderará el futuro gobierno. Ese razonamiento puede ser
una trampa seductora para evitar elaborar una propuesta renovada respecto que
no se sustente solo en el antikirchnerismo. Juntos por el Cambio es hoy más
parte del problema que una probable solución.ß |