Por Francisco Jueguen - Fue en una reunión el 14 de agosto de 2003,
apenas unos meses después de la llegada de Néstor Kirchner a la presidencia.
Estaban Cristian Folgar, subsecretario de Combustibles del Ministerio de
Planificación, que conducía Julio De Vido, y varios empresarios del sector
energético. “Es posible que en los próximos 4 o 5 años, a diferencia de lo
ocurrido en los últimos 10 años, la demanda supere la oferta, con lo cual se
debe administrar la escasez a través de las señales de precios”, les dijo
Folgar, según consta en varios expedientes oficiales de aquella época. Incluso,
meses después, en enero de 2004, los asesores legales de Folgar, Horacio
Ahumada y Laura Haag, presentaron un proyecto con dos decretos, uno de ellos
para normalizar precios del gas en los hogares residenciales. Nunca se
implementó completamente.
El kirchnerismo siempre supo que congelar las tarifas de los servicios
produciría “signos de escasez y cuellos de botella”, producto de menores
inversiones del sector privado, que ya comenzaban a afectar las inversiones en
el sector.
De hecho, el sostenimiento de esa política derivó en una crisis interna
en el actual gobierno nacional. “La política tarifaria limitó la posibilidad de
propiciar inversiones desde el sector privado y no promovió el consumo
responsable y moderado”, escribió Matías Kulfas en su libro Los tres
kirchnerismos, publicado en 2016, que le valió la furia de la vicepresidenta.
“Hoy tenemos un sistema de subsidios energéticos que es prorrico. En un país
con 57% de pobreza infantil estamos gastando en subsidios de consumo de luz y
de gas en una parte de nuestra población que hoy no es prioritario que reciba
esos subsidios”, dijo Martín Guzmán sobre el esquema tarifario mantenido por
Néstor y Cristina Kirchner durante más de 12 años.
¿Por qué en sus años de gobierno el kirchnerismo no tomó la
responsabilidad de dar una respuesta a la ley de emergencia pública que
suspendió los contratos y, que, a la larga, derivó en la crisis del segundo
mandato de Cristina Kirchner y en la profundización de la actual?
El politólogo Alejandro Catterberg ofreció una respuesta basada en
datos. Una encuesta de 2020 realizada por Poliarquía preguntó qué impuesto
tenía mayor impacto sobre los ingresos y el patrimonio de los argentinos. “El
25% respondió la luz. Cuando sumamos otras respuestas, como el gas o el agua,
uno de cada tres argentinos sostiene que el impuesto que más lo afecta es, en
realidad, el pago de un servicio público. Dicho de otra forma, un tercio de los
argentinos no paga ningún impuesto que sea mayor que su cuenta de luz o gas, o
no sabe que lo hace”, explicó Catterberg. De estas situaciones se desprende que
la decisión de congelar tarifas es una determinación política, no técnica, de
una determinada facción.
Lo único que pudo mover al kirchnerismo de esa decisión fue el miedo. ¿A
qué? Al precio del dólar. Cumplir con el déficit fiscal de 2,5%, entre otras
metas, es lo que le asegura el ingreso de dólares del Fondo Monetario
Internacional (FMI) para sostener el “plan aguantar” en medio de una dinámica
que aún no ha logrado modificar y que tiene en el centro a la brecha cambiaria.
Un dato: el exceso de pesos y la falta de dólares –la supuesta restricción
externa, pese a las liquidaciones récord del campo y al superávit comercial–
son hijos de esta política energética.
Fue casi una ironía. En la presentación de anteayer, los nuevos
encargados de Energía en el Ministerio de Economía calificaron el nuevo esquema
–la segmentación– como tarifas “justas y responsables”. ¿Es que las anteriores
eran injustas e irresponsables? Es probable que los ciudadanos argentinos del
interior consideraran que sí: ellos pagan mucho más de luz, de gas y transporte
desde hace mucho tiempo. Más que sus pares del AMBA, la zona que representa el
40% del padrón electoral. La decisión siempre fue política y blindó a la
provincia de Buenos Aires, el lugar en el mundo de Cristina Kirchner.
Malena Galmarini, presidenta de AySA, ya sugería desde mayo pasado que
las actuales tarifas no se sostenían. La factura promedio mensual por servicio,
con impuestos incluidos, era en promedio menor al precio de una Coca-Cola de
dos litros, sugerían en la empresa. Así lo ilustró anteayer abriendo una
polémica con relación a lo que se paga en el edificio Kavanagh, en el Chateau
de Libertador o en una vivienda en San Isidro. Ese golpe de efecto quedó
vinculado a la difusión ayer de listas desactualizadas de privados con tarifas
subsidiadas en la que incluso aparecían personas ya fallecidas. En el massismo
se despegaron inmediatamente del escrache organizado desde el Estado. “No
queremos grieta”, dijeron.
El operativo del kirchnerismo no duró mucho tiempo. Pocos pueden creer
realmente que el usuario de luz, gas, agua o transporte –sea rico o pobre– sea
el responsable de un sistema de subsidios oficial que entronizó el propio
kirchnerismo como política social y proselitista de largo plazo, sin que el
propio usuario lo hubiera nunca reclamado. “Te subsidiaban de prepo para
ponerte a prueba a ver si te negabas”, ironizó el tuitero Malcom Gomez ayer. La
idea de que la culpa es del otro –los productores, por los dólares; de los
empresarios, por la inflación y ahora, de los usuarios por las tarifas– es un
leitmotiv en el manual del cristinismo.
“No es un aumento de tarifas, es una redistribución de subsidios”, dijo
Galmarini, en otra frase que generó una fuerte discordia. “Marche un GPS para
que los consumidores entiendan los nuevos criterios”, criticó en una red social
Fernando
Blanco Muiño, exdirector de Defensa al Consumidor en el gobierno de
Mauricio Macri. Luego dio una pista sobre la especial semántica de la
presidenta de AySA. “Hasta que no se hagan las audiencias públicas no deberían
entrar en vigencia”, dijo. La “redistribución” de Galmarini elude el paso de
las audiencias a las que obliga un aumento de tarifas. Eso sí, Galmarini no
logró esquivar las ironías en las redes: “No es inseguridad. Es redistribución
de bienes a punta de pistola”, retuiteó Javier Milei.
El debate sobre la existencia de un “tarifazo” se volvió ya abstracta.
Con la actual inflación, toda suba propuesta oficial de aumento es desopilante.
Para aquellos que pierden subsidios, incluidos todos los comercios, los
aumentos son en solo un mes de 21% para el gas (llega al 88% en enero); 55%
para la luz y 149% para el agua, siempre según los datos oficiales que fueron
difundidos. Para los primeros servicios (gas y luz) es solo el primer tramo de
más alzas. Más cuotas vendrán en el futuro cercano. El traslado a precios de
los comerciantes será en varias etapas: llegará primero en el rubro específico
y luego dependerá de si el panadero tiene o no margen para un pass through al
valor del pan. Se menciona, por lo bajo, hasta un 0,6% mensual o 1% anual.
Algunos creen que será mayor, pero se licuará con una inflación de 90%.
El ahorro en subsidios para 2022 luego de los ajustes en la luz, el gas
y el agua sería de $47.000 millones, o sea, un 0,1% del PBI (algunos piensan
que menos). En un año completo, sería de 0,5% del PBI, remarcaron. Bajaría el
costo total de los subsidios de 3 puntos a 2,5 del PBI. El déficit fiscal primario
debería ser de 2,5% este año. Ese es el costo macro de la política oficial de
subsidios.
Este último es el mayor desafío del ministro de Economía, Sergio Massa,
al que le falta todavía mostrar los detalles del plan fiscal para explicar cómo
va a cumplir el acuerdo con el FMI (y conseguir dólares). Anteayer,
extrañamente, la medida más importante de su corta gestión no fue anunciada en
su boletín oficial (su cuenta de Twitter). Era, claro, un trago muy difícil
para un hombre cuyo latiguillo comienza con “alivio” y que suele apuntar a la
clase media como focus group en sus ambiciones electoralistas.
El anuncio del equipo de Energía conducido por Flavia Royón desconcertó
a todos los especialistas. Emilio Apud los calificó como “poco claros”; Jorge
Lapeña, otro exsecretario del área, dijo en Twitter: “El powerpoint que
presentó de 37 páginas es tedioso y disperso; y, más que aportar precisiones,
hizo una gran contribución a la CoNFUSIÓN GENERAL [la imprenta pertenece al
original]”. Fernando Navajas, reconocido experto de FIEL, dejó tres
definiciones: 1) “Es tan poco transparente que verdaderamente no hay nadie que
puede simular cuánto va a dar esto. Hay que tratar de creerles”, se resignó; 2)
afirmó que se generará una “tremenda” distorsión de precios relativos al
interior del sector energético; y 3) la mayor reducción de subsidios se dará en
el grupo que se queda sin ningún aporte. Esto quiere decir que los topes de
consumos, cree, no generarán un ahorro inicial significativo.
“Juan Domingo” (Joe) Biden acaba de tener uno de sus primeros triunfos
en su tierra: se trata de una ley que promueve la mayor inversión en la
historia del gobierno federal de Estados Unidos –casi US$370.000 millones de
dólares– para combatir el cambio climático y acelerar la transición a una
economía sustentable. La norma contempla un menú de créditos fiscales para las
familias que inviertan en paneles solares, autos eléctricos y electrodomésticos
que ahorren energía. La Casa Blanca, contó ayer la nacion, espera que aliente
la instalación de 950 millones de paneles solares en el país.
Mientras, el Gobierno subsidia el consumo masivo de gas. Lo hace
importando barcos cotizados en dólares de gas natural licuado (GNL), porque no
pudo aprovechar Vaca Muerta, una de las formaciones –la segunda– de shale gas
más importantes del mundo en medio de un contexto internacional –por la guerra–
en el que deberían lloverle dólares al Banco Central (BCRA). ocurre justamente
lo contrario. Esa falta de divisas, esa emergencia en la que se halla el kirchnerismo
en la actualidad, es la madre del aumento de tarifas anunciado anteayer.
Para los expertos, el anuncio de aumento de tarifas fue difícil de
comprender.
Algunos marcan que se generará una enorme distorsión de precios
relativos. |