Por Joaquín Morales Solá - La historia (o parte de ella) les cayó
encima. Cerca del 45% de la sociedad tendrá aumentos de gas del 170% y del 300%
en electricidad. Los aumentos llegan en el peor momento político del Gobierno y
de la economía: la inflación hace estragos en todos los sectores sociales. Los subsidios a las tarifas de servicios públicos fueron un invento del
kirchnerismo, porque el fundador de la dinastía, Néstor Kirchner, detestaba la
sola idea ver en la tapa de los diarios la noticia de subas en el precio de los
servicios tan elementales como el gas, la electricidad y el agua. Lo que
comenzó siendo una estrategia para consolidar su módico liderazgo político
inicial se convirtió luego en una práctica permanente. Una práctica que tuvo un
paréntesis durante el gobierno de Mauricio Macri, pero que se reanudó con la
restauración kirchnerista de 2019. Los números son los que cuentan en la
economía: el Estado deberá disponer este año de 15.000 millones de dólares
(dólares, no pesos) para financiar la importación de energía. En casi 20 años
de liderazgo de esa facción peronista (salvo el paréntesis del gobierno
macrista), la sociedad se acostumbró a que los servicios públicos son casi
gratuitos. Pero como nada es gratis en la vida, la contracara de ese dispendio
es que la sociedad argentina sufre, al mismo tiempo, una de las cargas
impositivas más importantes del mundo.
Con todo, el ahorro de dinero estatal en gas será solo del 23% y del 17%
en electricidad. El ahorro promedio será del 20%, unos 3000 millones de
dólares. Será así si los aumentos siguieran luego los índices de inflación; el
ahorro podría reducirse a la mitad si el Gobierno creyera que con los aumentos
anunciados ayer se resolvió definitivamente el problema. Sucede que a los
subsidios tarifarios deben agregárseles ahora los efectos devastadores de una
inflación que podría rondar este año entre el 90 y el 100 por ciento. Si la
inflación de agosto venía ya con un piso del 6 por ciento, la novedad de la
víspera le agrega un nuevo condimento que la sitúa otra vez cerca del 7%, más
cerca de la inflación de julio, que fue del 7,4 por ciento. Los aumentos
comenzarán a regir con retroactividad al 1º de agosto.
Ortega y Gasset decía que todo problema postergado urde su venganza.
Semejante nivel de aumentos caerá sobre casi la mitad de una sociedad que debe
lidiar con las constantes subas de precios y con una crisis económica que torna
todo demasiado inseguro, excesivamente inestable. Si el Gobierno está en un
piso histórico de aceptación social (apenas ronda el 20%), luego de los
anuncios sobre las tarifas debe prepararse para nuevos descensos en la
consideración de la sociedad. La administración kirchnerista, en cualquiera de
sus versiones (cristinista, albertista, massista), debería ya decirle adiós a
la clase media. Ellos construyeron una sociedad adicta a los subsidios; ellos
deberán hacerse cargo de la curación.
La condición de hombre fuerte del Gobierno de Sergio Massa podría
también comenzar a trastabillar. La única noticia importante que dio hasta
ahora el influyente funcionario fue un importante aumento en el precio de las
tarifas para una sociedad hastiada de tantos aumentos cotidianos. Para peor,
Massa no anunció hasta ahora ningún esfuerzo significativo del Estado para
reducir sus gastos, ni siquiera los gastos que podrían ser simbólicos. Mucho
menos con los que no son simbólicos. Las empresas del Estado, que se llevan
unos 2000 millones de dólares anuales, seguirán con sus privilegios y con una
cantidad de empleados que, en muchos casos (no en todos), responde a las
necesidades de los amigos o de la militancia rentada. Aerolíneas Argentinas es
el mejor ejemplo de una empresa que necesita anualmente de unos 700 millones de
dólares de asistencia del Estado para poder funcionar. El gobierno de Alberto
Fernández no solo consolidó esa fuga de divisas permanente, sino que la
convirtió en una empresa aeronáutica oligopólica. Hasta anunció que fijará
precios mínimos de pasajes aéreos para que las pocas empresas low
cost que quedan no puedan competir con Aerolíneas Argentinas. Todo sea
para barrer con cualquier legado que haya dejado la gestión de Macri, que abrió
los cielos para las empresas que quisieran operar en la Argentina. Es una
certeza unánime que Latam, que durante años cubrió casi todos los destinos
importantes del país, decidió abandonar la Argentina cuando ganó el
kirchnerismo. Había soportado durante los años anteriores del kirchnerismo el
permanente boicot de Aerolíneas Argentinas. Decidió no insistir con esa
política cuando el kirchnerismo volvió al poder. Se fue.
Massa no solo no promovió ningún esfuerzo del Estado, sino que permitió
que la semana pasada el Senado sancionara (y convirtiera en ley) el llamado
Consenso Fiscal, que les permite a las provincias aumentar el impuesto de
ingresos brutos e instaurar un impuesto a la herencia. Más impuestos, aunque
estos hayan sido una herencia de Silvina Batakis, que ya había aplicado en la
provincia de Buenos Aires el impuesto a la herencia y el revalúo inmobiliario.
También anunció, en los pocos días que fue ministra, ese revalúo a nivel
nacional. Massa no eliminó el anuncio por ahora. Debe consignarse que esa ley de
consenso fiscal no llevó la firma del jefe del gobierno porteño, Horacio
Rodríguez Larreta, ni del gobernador de San Luis, Alberto Rodríguez Saá. Todos
los otros gobernadores lo firmaron. Sincerémonos: estamos ante una dirigencia
política que, en la hondura de la crisis, solo le pide nuevos esfuerzos a la
sociedad, sin que ella esté dispuesta a hacer ninguno.
Las tarifas de gas y electricidad se mantuvieron actualizadas durante
las gestiones de Carlos Menem y Fernando de la Rúa. En el gobierno de Eduardo Duhalde,
el entonces ministro de Economía Roberto Lavagna dispuso que, luego del momento
más profundo de la crisis de 2001 y 2002, comenzaran a actualizarse esas
tarifas. Sin embargo, una cautelar de la Justicia (entre los jueces también hay
populismo) frenó esos aumentos. Sea como fuere, Néstor Kirchner heredó un
Estado con superávits gemelos: el fiscal y el de la balanza comercial. Entonces
comenzó el despilfarro (y Lavagna se fue del ministerio, debe reconocerse), a
pesar de que ocurrieron los años de mejores ingresos de dólares por los
aumentos de los precios de las materias primas. Nunca la Argentina había tenido
una economía internacional tan benévola desde la Segunda Guerra. Sin embargo,
Cristina Kirchner entregó el gobierno en 2015 con un déficit de más del 5 por
ciento. Hoy el déficit del Estado, con sus deudas incluidas, ronda el 6 por
ciento. Cuando Massa habla de cumplir el acuerdo con el Fondo Monetario y de
llevar el déficit al 2,5%, está hablando del déficit primario, sin deudas
incluidas. Una excentricidad puramente argentina.
Massa eligió ser una especie de primer ministro antes que hundirse en el
descrédito junto al Presidente y la vicepresidenta. Su problema es que para que
suceda su resucitación política (las encuestas le siguen siendo muy desfavorables)
necesita mostrar algo más que marketing. No tiene un programa económico (o
tiene un “programita”, como lo llamó el economista Enrique Szewach); anuncia
medidas que, justas o injustas, son impopulares; solo notifica decisiones
aisladas, y su equipo es francamente menor. La única designación eventual que
contaba con el consenso de buena parte de los economistas serios era la de
Gabriel Rubinstein como viceministro. Esa designación se anunció para ayer,
después de una semana de sucesivas postergaciones. No sucedió, ayer al menos.
Rubinstein tiene un intenso y abundante historial de críticas a Cristina
Kirchner, a la que calificó de “corrupta” y de “la presidenta más irresponsable
de la historia” por su manejo de las cuentas públicas. Así como va, el destino
de Massa no es muy distinto del que lo aguardaba en la presidencia de la Cámara
de Diputados. Sus allegados explican que debe pasar más tiempo buscando
acuerdos entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner, que otra vez no se
hablan, y su supuesto amigo Máximo Kirchner. Ese trajín político le deja poco
espacio, escaso tiempo y exigua energía para la economía.
El relato oficial, que ayer se escuchó nuevamente, argumenta que la
invasión de Rusia a Ucrania desbarató todos los planes energéticos. No es
cierto. Si no hubiera existido esa locura bélica de Putin, la Argentina habría
necesitado de 12.000 millones de dólares en importación de energía en lugar de
15.000 millones, según un estudio del exsecretario de Energía Emilio Apud. La
diferencia por la guerra es de 3000 millones; la guerra no es todo el problema.
El conflicto de fondo consiste en que la rehabilitación kirchnerista de 2019
abandonó la política de sinceramiento tarifario de Macri. En 2019, el 80% de la
sociedad pagaba las tarifas plenas de gas y electricidad; solo el 20% de la
sociedad estaba subsidiada. Tampoco es cierto que la sociedad no tolera los
aumentos de tarifas. Macri ganó ampliamente las elecciones legislativas de
mitad de mandato, en 2017, después de haber hecho los más importantes aumentos
de tarifas. Es cierto que el propio Macri postergó los aumentos tarifarios a
principios de 2019, cuando se avecinaban las elecciones presidenciales que
parecían perdidosas (y lo fueron). El kirchnerismo posterior restableció la
adicción social a los subsidios. Ese es el problema que ahora le cayó encima en
el instante más ingrato.
Las noticias económicas no son populares y encima el fiscal Diego
Luciani persevera con su demoledor alegato sobre la corrupción con la obra
pública durante los gobiernos de los dos presidentes Kirchner. Esa
desesperación está provocando situaciones ciertamente repudiables. La más audaz
y violenta fue la proferida por el periodista oficialista Roberto Navarro,
quien pidió públicamente que les metieran “miedo” a los periodistas Jorge
Lanata, Luis Majul, Alfredo Leuco, Jonatan Viale y Eduardo Feinmann. ¿Estaba
propiciando escraches públicos contra esos periodistas para que tuvieran
“miedo” de salir a la calle? Sí, seguramente. Navarro también propuso que las
empresas periodísticas independientes recibieran multas de tal magnitud, por
opinar como opinan, que se hicieran económicamente inviables. Es decir, estaba
promoviendo el cierre de los medios periodísticos independientes o críticos.
Que un periodista impulse el cierre de medios periodísticos es una perversión
del periodismo. Y si hay una lección definitiva de la historia es que las
palabras violentas preceden a los hechos violentos. Un gobierno con tantos
conflictos actuales y otros en puerta debería pedirles a sus lenguaraces que no
lo ayuden más.ß
La sociedad se acostumbró a que los servicios públicos son casi
gratuitos
Las empresas del Estado, que se llevan US$2000 millones por año,
seguirán con sus privilegios
Así como va, el destino de Massa no es muy distinto del que le aguardaba
en la Cámara de Diputados
Ortega y Gasset decía que todo problema postergado urde su venganza.
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