Por Carlos Pagni - Se ha planteado una tregua. Es cierto. Pero no es una
tregua entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Es una tregua entre
Cristina Kirchner y los mercados. Para comprender la escena conviene
reconstruir lo que sucedió en las semanas que siguieron al 26 de octubre de
2020. Aquel día ella escribió la primera de sus epístolas morales, en la que
recordaba que todo el poder pertenecía al Presidente.
También escribió que nadie está en condiciones, aunque quiera, de
gobernar desde fuera de la Casa Rosada. Y que el país sufre de un problema
estructural, que es la economía bimonetaria. La clave de esa declaración estaba
en un detalle: esa semana el dólar libre había arañado los 200 pesos. Martín
Guzmán le pudo tomar la palabra a la vicepresidenta y, por poco más de un mes,
consiguió establecer su estrategia terapéutica: el drama que hay que resolver
no es que falten dólares, sino que sobran pesos, debido a que el déficit es
gigantesco y solo puede ser solventado con emisión monetaria. La degradación de
la moneda hace que el público corra detrás del dólar como reserva de valor. En
ese contexto comenzaron las primeras tratativas del acuerdo con el Fondo
Monetario Internacional. El mercado de cambios se serenó, ayudado también por
una mejora en el precio de las materias primas que prometía una mayor oferta de
divisas.
Con la renuncia de Guzmán, el dólar estuvo a punto de tocar los 300
pesos. Se recreó la misma coreografía. La señora de Kirchner no se sacó una
foto con Silvina Batakis. Pero tampoco la vetó. Como en octubre de 2020, se
replegó en un cauteloso silencio que sirve de ambientación para los anuncios de
la ministra. Es decir, para medidas que suscriben y profundizan el curso de
acción propuesto por Guzmán. Hay que reducir el déficit fiscal para detener la
impresión de billetes. Y hay que elevar la tasa de interés hasta que supere la
inflación. De ese modo habrá más confianza en el peso y el atractivo del dólar
será más resistible.
La historia nunca se repite. Esta tregua es diferente de la anterior. La
razón es muy sencilla. Cristina Kirchner y, con ella, todo el oficialismo no
cumplieron la promesa. Las decisiones se fueron procrastinando y el plan no se
implementó. Más grave aún: la vicepresidenta lo rechazó, votando en contra el
acuerdo con el Fondo. Estas desviaciones respecto de lo que se había asegurado
agravaron las dificultades. Hoy el déficit es mayor, la emisión está más
descontrolada, la brecha cambiaria induce a conductas más distorsivas y ya no
hay margen para presionar más con los impuestos. Para sintetizar: no hay que
volver de un dólar de 200, sino de 300 pesos. Este escepticismo del mercado
introduce una nota de suspenso tan inquietante como el silencio de la señora de
Kirchner.
El Gobierno se ha comprometido a dictar un conjunto de disposiciones
fiscales. Sin embargo, en lo inmediato, solo ha producido una novedad:
garantiza a los que poseen títulos del Tesoro que si un día se quieren deshacer
de ellos porque desconfían de que sean rescatados el Banco Central se los
comprará a una paridad conveniente.
El nudo de la crisis sigue siendo el mismo. Existe una extraordinaria
desconfianza de la política oficial, que se proyecta sobre el valor de la
moneda. El repudio del peso se extendió a un repudio de los títulos en pesos.
Para que no pierdan su valor, el Central salió en auxilio del Tesoro y emitió
más dinero para comprar esos papeles a un valor superior al de mercado. Esa
ayuda permitió a Guzmán renovar la deuda en pesos que vencía la semana pasada.
Lo hizo y se marchó.
Batakis coordinó con Miguel Pesce institucionalizare se procedimiento.
Los bancos que financien al Tesoro comprándole papeles podrán adquirir también
una opción de venta de esos bonos a un Banco Central que se compromete a
pagarlos a un valor que los ponga a salvo de la desvalorización. Los bonistas
deberán, en este caso, pagar una prima de 2%. Pero se aseguran la colocación de
su título si se derrumba su valor. Es decir, ya no están a merced del Central,
que podía querer o no rescatarlos.
Las entidades bancarias expanden sus derechos y obtienen de este modo un
beneficio muy apreciable para reducir el riesgo que asumen al financiar a un
Tesoro muy deficitario. Como apuntó un chistoso, para distender el clima
general de pesadumbre: “El salario básico universal de Juan Grabois empezó por
los banqueros”. Más allá de la humorada, la decisión estaría produciendo
malestar en algunos funcionarios muy reacios a este tipo de privilegios. Ayer
se comentaba, por ejemplo, que la economista Betina Stein estaría por renunciar
a su banca en el directorio del Central.
La nueva iniciativa de Batakis y Pesce pretende acotar la incertidumbre.
Inducir a los tenedores de pesos a que se los presten al Gobierno y no los
vuelquen en operaciones de contado con liquidación que agiganten la brecha
cambiaria. La ampliación de esa brecha es el temor más inmediato del
oficialismo. El costo es un eventual incremento del déficit cuasi fiscal, ya
que, si se produce una caída en el preciode los bonos en pesos, el Banco
Central debería emitir más moneda para rescatar esos títulos “asegurados”.
Reabsorbería ese caudal de moneda con más Leliq, a una tasa de interés más
alta. Siempre que se las acepten.
Balance provisional: estas intervenciones sobre el mercado, más costosas
cuanto mayor es la volatilidad, solo tienen sentido si se remueven los factores
que originan el problema. De lo contrario, la crisis se agrava. Los financistas
lo dejaron claro ayer en un campo ajeno a estas operatorias: el de los bonos
soberanos en dólares. Siguieron cayendo y el riesgo argentino superó de nuevo
los 2700 puntos. Muchas láminas cotizan al 20% de su valor nominal. Allí no hay
tregua.
Los operadores del mercado, igual que los profesionales de la economía,
saben que Batakis y Pesce se han limitado a realizar forcejeos monetarios para
alcanzar dos objetivos inmediatos: achicar la diferencia entre el dólar libre y
el dólar oficial y asegurarle al Tesoro que seguirá habiendo financiamiento en
pesos, pero ahora con una generosísima garantía del Banco Central, es decir, de
la institución que emite la moneda en la que están cifrados los préstamos.
Faltan los dos capítulos más importantes del programa: el fiscal y el
cambiario. Allí es donde aparecen las dudas más profundas.
Batakis, igual que Guzmán, podría integrarse a un mapa imaginario de
gobernantes de izquierda o centroizquierda que no renuncian al valor del
equilibrio fiscal. Son la manifestación de un ciclo histórico que ya no cuenta
con los ingresos extraordinarios de la bonanza llegada desde Asia, que
caracterizó el período 2003-2013. En ese lapso, muchos gobiernos, los de los
Kirchner a la cabeza, crearon un Estado gigantesco en la suposición de que los
ingresos serían infinitos. Ahora aparece otra izquierda, posbolivariana, que ya
no puede evitar el ajuste del sector público. La meca de este entramado de
profesionales es la Universidad de Columbia. Sobre todo, el centro denominado
Iniciativa para el Diálogo Político, copresidido por Joseph Stiglitz y por
Ocampo. Allí tienen un asiento Martín Guzmán, en el ahora irónico Departamento
de Reestructuraciones de Deuda, y la directora del Banco Central de Chile
Stephany Griffith-Jones, encargada del programa de planeamiento financiero.
Todos trabajan bajo la advocación del papa Francisco.
Este “fiscalismo” regional, al que Batakis se sumó, tiene una
característica destacada: busca sanear las finanzas del Estado por la vía del
aumento de impuestos. O de la creación de nuevos gravámenes. Como está haciendo
el socialista Pedro Sánchez en España gravando a bancos y energéticas, Boric
acaba de proponer un tributo a la riqueza y Petro anunció que seguiría sus
pasos. El problema de Fernández y su ministra es que ese recurso se ha saturado.
A diferencia de Chile y de Colombia, la presión impositiva en la Argentina es
mucho más insoportable. La manifestación evidente de ese problema es el
multitudinario éxodo de contribuyentes que buscan el exilio. Una senda que han
empezado a seguir las altas burguesías chilena y colombiana. Los argentinos son
pioneros.
Vedada la palanca del aumento de alícuotas, que debe ser autorizado por
el Congreso, Batakis echó mano de una herramienta alternativa: el revalúo de
las propiedades, que permite, con la misma tasa fiscal, aumentar lo recaudado.
Todavía no se conocen las derivaciones de esa decisión, pero no debería
extrañar que inquiete al sector agropecuario, ya mortificado por el atraso
cambiario y el peso de las retenciones.
Una ventaja inestimable del revalúo es que no desata conflicto interno
alguno. Algo distinto sucede con el recorte de los gastos. Batakis aprendió de
los errores de Guzmán. Por eso propuso reformar la ley de administración
financiera para concentrar bajo su poder las erogaciones de todas las oficinas
públicas. Extendió el imperio de Hacienda sobre empresas estatales, organismos
descentralizados, fondos fiduciarios y entidades por el estilo. Dicho de otro
modo: decidió no depender del compromiso, muy escaso, con que el Presidente
defiende la contención del gasto en la vida cotidiana de la administración.
Es aquí donde aparece un doble interrogante. Primero: ¿el kirchnerismo
hará aquello que nunca quiere hacer? O para formularlo en términos más veraces:
¿hará lo que ningún político quiere hacer? Segundo: cuando la guadaña llegue a
zonas administradas por gente de Cristina Kirchner o de La Cámpora, ¿habrá
algún tipo de resistencia? Es en esta instancia, todavía por venir, cuando se
sabrá la consistencia de la nueva paz armada que rige entre las facciones del
Gobierno. Un adelanto: cuando le preguntaron si, como sostenía una versión,
Augusto Costa se incorporará al gabinete de Batakis, Axel Kicillof contestó:
“Nunca un funcionario de mi equipo formará parte de esto”. “Esto” es un “ajuste
neoliberal”. Recordatorio: Kicillof es el mentor económico de la señora de
Kirchner, a quien ella puso como ejemplo el 20 de diciembre de 2020, cuando
rompió aquel primer armisticio.
Un capítulo especial de esta controversia es el de la quita de subsidios
energéticos y la pretendida segmentación de las tarifas. La presentación
equívoca que suele tener este problema impide advertir los intereses en juego.
El subsidio a la energía, en el caso de la electricidad, corre por cuenta de
Cammesa. Esa empresa, controlada por el Estado, suministra el combustible a los
generadores, les compra el producto y lo vende más barato a los distribuidores.
La diferencia la paga el Tesoro y constituye uno de los principales renglones
del gasto público y el más importante subsidio a los consumidores energéticos.
Las autoridades regulatorias deciden después, en cada jurisdicción, cuál
es el precio que pagará el consumidor final. Esto es importante: no en todo el
país existe el mismo atraso tarifario. Hay muchos gobernadores que autorizan precios
por los cuales la distribuidora cubre sus costos y obtiene una rentabilidad
razonable. En muchos casos es mejor no mirar de cerca la negociación para la
fijación de estas tarifas, porque se obtienen informaciones muy poco
edificantes. Se trata de un dato relevante, porque muchas distribuidoras no
pagan la electricidad a Ca mm esa alegando que no pueden hacerlo porque se les
niega el aumento de tarifas. Es falso en infinidad de lugares. El inconveniente
existe, sí, en el área metropolitana, ya que a Edenor y Edesur se les niegan
los aumentos de precios. Esta política hace juego con una conveniencia
electoral: la vicepresidenta reina, sobre todo, en el Gran Buenos Aires.
¿Qué sucederá cuando Edenor y Edesur reciban la electricidad a un precio
más elevado? Es obvio que aumentarán las tarifas. ¿Cuánto de ese aumento irá a
Cammesa por el nuevo valor del producto y cuánto irá a mejorar el negocio de la
empresa? Es una discusión por venir. Hasta anoche todo esto seguía siendo
teoría. A las distribuidoras no les había llegado el esquema de segmentación.
Más aún: ni siquiera les habían llegado los nuevos cuadros tarifarios. La
señora de Kirchner y La Cámpora no están obstruyendo este proceso. No es que
estén de acuerdo. Sospechan que la segmentación es inaplicable. La encuestadora
cautiva de esa agrupación, Analogías, acaba de publicar una investigación, con
datos anteriores a la partida de Guzmán, de la que se infiere lo siguiente: 41
% de la gente no está enterada de la segmentación, 58% piensa que no se podrá
aplicar y 71,5% cree que el aumento será significativo. Un comentario aparte
merece la evaluación de las figuras del oficialismo en esa encuesta: encabeza
el ranking de negatividad la política económica, con 68,8%; sigue Sergio Massa,
con 67,2%; enseguida empatan Cristina Kirchner y Axel Kicillof, con 64,2%, y
remata el Presidente, con 63,4% de rechazo. No solo son importantes las
evaluaciones. Es importante quiénes las consumen.
Gobernadores e intendentes se repliegan hacia sus fortalezas, tratando
de ponerse a salvo del derrumbe. La perspectiva de perder lo poco que se tiene
atiza la agresividad. Un ejemplo: la lluvia ácida que cayó sobre Luana
Volnovich, del PAMI, por manejos de fondos en Hurlingham, donde el ministro
Juan Zabaleta ve amenazada su corona a manos de La Cámpora. Volnovich contestó
las acusaciones. Y cerca de Máximo Kirchner dictaminaron: “Efecto Kochen”.
Misterios del nuevo fiscalismo.
El desmoronamiento oficialista se cursa, sobre todo, en el estado de
ánimo de Alberto Fernández. La consigna en su entorno es animarlo. Al frente
del pelotón, como si encabezara un conjunto de mariachis, danza Aníbal
Fernández: ayer volvió a postularlo para la reelección diciendo que debe
premiarse que haya conseguido “cosas mágicas para el país”. Una pena que no
todo se pueda organizar. Gabriela Cerruti abrió su canal de Instagram para
preguntas del público y la primera inquietud que debió contestar fue: “¿El
Presidente está bien?”.
Massa, en cambio, responde a la adversidad, y a la eventual pérdida de
su condado, con otro tipo de reacciones. Pasa el día en comunicación con José
Luis Manzano, que siempre tiene en la mano la lista de las compras. Ahora
estarían mirando Refinor, una empresa de downstream con sede principal en
Salta, controlada en un 50% por YPF. El resto es de Pampa Holding y de
Pluspetrol. La voracidad de Manzano, que se contagia por ósmosis a Massa, es
inversamente proporcional a la perspectiva de duración en el poder. Garpe diem.
Incorrecciones con el latín.
En este contexto se entiende que el frente fiscal aparezca endemoniado.
¿Quién puede animarse a un ajuste? Por lo tanto, será difícil que cedan las
expectativas de inflación. Una de las consecuencias de esta desviación es el
atraso cambiario, que mantiene una brecha muy amplia. La diferencia entre el
dólar libre y el dólar oficial incentiva comportamientos distorsivos. Se
postergan las exportaciones, sobre todo las de granos. Y se adelantan las
importaciones. Esa dinámica incrementa la expectativa de una devaluación. Pero
las autoridades se paralizan frente a esa medida, por un temor muy
comprensible. Se daría en un escenario pocas veces visto. Con una inflación
tendencial del 90% y 42% de pobreza. Es lógico que el Presidente corra, como
hizo ayer, a abrazarse a los movimientos sociales. El camino oficial seguirá
siendo evitar la devaluación y apretar los dientes frente a una caída de
reservas desde todo punto de vista inevitable.
Es una de las dimensiones más delicadas de este laberinto. Porque el
Fondo pactó con la Argentina con la intención sobresaliente de que el Banco
Central acumule reservas para poder cobrar sus acreencias al país. Si esto no
ocurre habrá un motivo más para retacear la renovación de la deuda que vence en
septiembre. En total suman 3100 millones de dólares. La renegociación promete
ser, día a día, más complicada. Las energías renovables y la paz entre las
naciones deberán esperar. El único tema urgente que llevará Alberto Fernández
al encuentro de Joe Biden será buscar un alivio en la pulseada con el Fondo.
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