Por Joaquín Morales Solá - En rigor, el único punto de desacuerdo entre
ellos se finca ya solo en la continuidad –o no– del ministro de Economía,
Martín Guzmán, discrepancia que tiene su explicación más en una disputa por el
poder (o por la imagen del poder) que en cosas más serias. Los une también el
objetivo común de terminar con la Justicia tal como es. Ese propósito tuvo en
los últimos días un nuevo capítulo con la campaña mediática del kirchnerismo
contra la causa de los cuadernos, que es la más perfecta biografía que se haya
escrito de la corrupción en la Argentina de los Kirchner. Los ataques,
respaldados en simples manipulaciones de la información, tuvieron, como
siempre, dos destinatarios: el fiscal Carlos Stornelli, que llevó adelante la
investigación judicial que puso a cerca de 150 personas influyentes de la
política y el empresariado a las puertas de un juicio oral y público por
corrupción, y al periodista Diego Cabot, que fue quien hizo la primera
investigación periodística sobre los cuadernos del chofer Oscar Centeno.
Las últimas informaciones indican que Alberto Fernández irá a Los
Ángeles para participar de la Cumbre de las Américas, aunque esa eventual
participación tuvo tantas marchas y contramarchas que es mejor esperar ver al
Presidente en Estados Unidos –o no– para estar seguros de lo que hará. Debe
señalarse que la posición del presidente de México, Andrés Manuel López
Obrador, tiene, al menos, el mérito de la claridad. Dijo desde el principio que
no iría a esa cumbre porque Washington no había invitado a los gobiernos de
Cuba, Venezuela y Nicaragua. Y después descartó de plano la participación de su
gobierno en la contracumbre que estaba motorizando Alberto Fernández. López
Obrador diferenció en el acto su decisión de no concurrir a Los Ángeles, por la
disidencia sobre las dictaduras ausentes, y su rechazo a formar parte de un
acto de provocación al gobierno de Joe Biden.
Entretanto, el gobierno argentino se mecía entre la participación y la
no participación, entre la contracumbre y la renuncia a hacerla. Tales
oscilaciones provocaron, incluso, que en Washington se comenzaran a recordar
los recientes esfuerzos de la administración Biden para que el gobierno
argentino pudiera firmar un acuerdo moderado y laxo con el Fondo Monetario. “No
se le hace eso a un amigo que acaba de darte una mano”, dijo una fuente con
acceso a importantes despachos de Washington. Las consecuencias podrían
empeorar porque el Fondo, donde la Casa Blanca tiene una influencia decisiva, hará
revisiones trimestrales del cumplimiento de su programa con la Argentina. Son
los intereses nacionales argentinos los que están jugando en medio de tanta
incertidumbre.
La última información señala que el presidente argentino irá a Los
Ángeles después de que lo habilitó expresamente López Obrador. El remedo del
“imperio astro-húngaro”, según la definición del analista de política exterior
Héctor Schamis. Y de que el propio Nicolás Maduro le hiciera un guiño tuitero a
Alberto Fernández para que se presente en Los Ángeles. Es probable, por lo
tanto, que el presidente argentino vaya con las pilas cargadas para decir un
discurso incendiario, como solía hacer Cristina Kirchner en esas cumbres. La
actual vicepresidenta tenía un profundo rencor con Washington desde que Barack
Obama se negó a recibirla en el despacho oval. Hubo reuniones entre ellos, pero
fuera de Washington. Al revés, Alberto Fernández fue un político que cultivó
obsesivamente la relación con el gobierno norteamericano, aun después de haber
dejado la Jefatura de Gabinete del gobierno de Cristina. Además, ahora está
Biden en la Casa Blanca, no Trump.
Biden es un presidente que desde el principio de su gestión señaló que
los derechos humanos serían un eje fundamental en su política exterior. Es también
el presidente norteamericano que ordenó una enorme emisión de dólares para
hacer frente a la catástrofe de la pandemia, decisión que ahora está pagando
con una inflación muy alta para los estándares de los países serios (los actos
y las consecuencias son iguales en todas partes). Vale la pena recordar a
Alberto Fernández para describir la relación de Alberto Fernández con
Washington. En tiempos de Cristina Kirchner y Barack Obama, el actual
presidente argentino decía: “Si Cristina se lleva mal con los Estados Unidos de
Obama, es porque quiere llevarse mal con los Estados Unidos”. Solo hay que
cambiar en esa frase los nombres de los presidentes argentino y norteamericano
y colocar los de los actuales.
Mirada superficial
¿Qué dirá Alberto Fernández en su discurso en la cumbre? Seguramente
protestará porque los gobiernos de Cuba, Venezuela y Nicaragua no fueron
invitados. Es decir, protestará porque dictaduras que violan sistemáticamente
los derechos humanos no son tratadas de igual forma que las democracias
respetuosas de los derechos humanos. El Presidente tiene una mirada
peligrosamente superficial sobre esos conflictos. Confunde “bloqueos” con
“embargos” (la diferencia entre aislar totalmente a un país o que otra nación
simplemente decida no negociar con ese país) y nunca se refiere en sus
discursos a los disidentes torturados o asesinados en esos países, a la
eliminación lisa y llana de la libertad de expresión o a la persecución de la
disidencia política. Es lo que hacía Cristina Kirchner en tiempos de Hugo
Chávez (también con Maduro) y de Fidel y Raúl Castro. La decisión de Alberto
Fernández de salir en abierta defensa de los regímenes dictatoriales de Cuba,
Venezuela y Nicaragua termina con la cacofonía oficial de que los derechos
humanos son una parte sustancial de su política exterior. Si el Presidente está
dispuesto ahora a agradarle a Cristina Kirchner, podría encontrar otras razones
y otras formas de diferenciarse de Washington. No hay, con todo, espacio para
la esperanza: Alberto Fernández sufre el “síndrome de Estocolmo”, un
enamoramiento súbito de quien lo castiga, una identificación absoluta con su
secuestradora.
Retenciones y cuadernos
Sucede algo muy parecido en la relación del Presidente con el sector
rural. Los vaivenes de Alberto Fernández llegaron al extremo de que muchos
dirigentes agropecuarios confían ahora más en la palabra del ministro de
Agricultura, Julián Domínguez, que en la del Presidente. En su peor momento
ante la opinión pública (con solo el 22 por ciento de aprobación, según la
última medición de Management & Fit), Alberto Fernández no deja de jugar
con un aumento de las retenciones a las exportaciones del campo, el único
sector de la economía que ingresa dólares genuinos al país. Le crean al
Presidente o al ministro, lo cierto es que un grado tan elevado de desconfianza
solo obtura cualquier proyecto de inversión del sector rural. La pelea con el
campo es de Cristina desde la guerra perdidosa que le descerrajó en 2008, no de
Alberto Fernández. Pero el Presidente parece haber hecho suya también la pelea
y la guerra. Ayer repitió la misma transformación, cuando le exigió desde una
tribuna en Cañuelas a la Justicia que golpee las puertas de los “ladrones de
guantes blancos” y se refirió a decisiones políticas del gobierno de Macri.
Macri era la obsesión de Cristina, no la de él. Ahora es también la suya.
Pero ¿qué Constitución (no la argentina, desde ya) faculta al Presidente
a exigirle decisiones a la Justicia? ¿Por qué al Presidente, que se ufana de
ser profesor en la Facultad de Derecho, le es imposible discernir entre el
Poder Ejecutivo y el Poder Judicial? ¿Por qué, en última instancia, no le da él
mismo el valor que tiene a la palabra presidencial? La Justicia, que era la
tara de Cristina, ahora es también la de Alberto Fernández. Una vasta operación
mediática de los medios kirchneristas está manipulando gravemente una
declaración del chofer Oscar Centeno, el escribidor de la crónica de los
sobornos, ante la Justicia española. En España se abrió una causa contra la
empresa Isolux, porque su gerente local declaró, en el marco de la causa de los
cuadernos, que él pagó coimas por varios millones de dólares a la nomenklatura
del kirchnerismo por orden de la casa matriz de la empresa, que es española. La
Justicia española aclaró que solo persigue a los empresarios españoles, no a
sus representantes en la Argentina, porque estos están siendo juzgados por la
Justicia argentina. Centeno ratificó en esas declaraciones toda la operatoria
de la corrupción: que llevaba a su jefe, Roberto Baratta, a la sede de las
empresas (o a lugares frecuentados por funcionarios y representantes
empresarios) y que luego veía bolsas y maletines con enormes cantidades de
dólares. También dijo que no veía el momento en que se entregaba el dinero.
Claro: era el chofer de Baratta, no Baratta. La campaña de desinformación
señaló en el acto que Centeno se había rectificado; fue todo lo contrario.
Centeno señaló también que quiere ver los cuadernos originales para comprobar
que son los suyos.
Los cuadernos originales tienen su historia. En su primera declaración
ante el fiscal Stornelli, Centeno le aseguró que los cuadernos se encontraban
en su casa. El juez Claudio Bonadio ordenó el allanamiento de la casa de
Centeno, que estaba detenido desde hacía dos días, para encontrar los
cuadernos. Cuando llegaron a la casa de Centeno, la esposa de este le susurró
algo al oído, que los funcionarios judiciales presentes no pudieron escuchar, y
luego el chofer dijo que había quemado los cuadernos en una parrilla de su
casa. Mucho después, los cuadernos originales le llegaron al periodista Diego
Cabot a través de un conocido de Centeno.
Ahora bien, ¿la causa de los cuadernos está respaldada solo en esos
cuadernos? No, en absoluto. Primero investigó el periodista Cabot y luego, cuando
comprobó que lo que decían los cuadernos era verosímil, se presentó ante la
Justicia. Debe ser el único periodista que, entre la Justicia y la primicia,
eligió la Justicia. Después, el juez Bonadio y el fiscal Stornelli (ya
secundado por otro fiscal, Carlos Rívolo) hicieron su propia investigación
hasta que confirmaron la veracidad de lo que escribió el obsesivo chofer.
Varios meses después de la presentación de Cabot, Bonadio ordenó
allanamientos y citaciones urgentes a indagatoria. Solo entonces Cabot publicó
la información en la nacion. Hay más de 30 imputados colaboradores, es decir,
personas (funcionarios o empresarios) mencionados en esos cuadernos que
aceptaron contar todo. Y contaron todo. Fue especialmente grave la confesión
que hizo el expresidente de la Cámara de la Construcción Carlos Wagner, porque
relató cómo era todo el sistema de la obra pública y los sobornos.
El juez y los fiscales hicieron luego el trabajo de comprobar que esas
declaraciones fueran ciertas. Son ciertas. En síntesis, los cuadernos son los
de Centeno (así lo aceptó él ante la Justicia argentina) y el monumental caudal
de testimonios y pruebas es mucho más importante que los propios cuadernos. La
estrategia de los imputados, sean exfuncionarios o empresarios, es que el juicio
oral (instancia en que la causa está ahora) no se realice nunca. Ese tribunal
oral camina con paso cansino, demasiado lento. El expediente fue enviado a
juicio oral por el propio Bonadio, antes de que este falleciera por un cáncer
fulminante, hace más de dos años. Alberto Fernández, ya reconciliado con
Cristina Kirchner, hablaba de la “causa de las fotocopias”, nunca de la causa
de los cuadernos. Era su manera de descalificar la investigación. Tampoco ahora
le pide a la Justicia que llame a los que están seriamente comprometidos en esa
causa. Los medios periodísticos que lo siguen se entretienen, en el mientras
tanto, con la descalificación permanente de Stornelli y Cabot. Con los que
lograron que se conozca cómo fue la verdadera corrupción en el país de los
Kirchner.ß |