Sábado 9 - Por Néstor O. Scibona - Si
la grieta que hace 15 años divide a la dirigencia política argentina y a parte
de la sociedad pasó a ser una herida cada vez más difícil de suturar, el
enfrentamiento abierto dentro del Frente de Todos la agrava aún más porque afecta
directamente la gobernabilidad. Al menos en lo que va del siglo XXI, cuesta
recordar un gobierno donde ministros y funcionarios se cuestionen públicamente
entre unos y otros sin que ninguno renuncie ni sea relevado, en nombre de una
inexistente unidad.
Esta grieta interna dentro de la grieta no solo abre la expectativa de
que Alberto Fernández introduzca cambios en el gabinete, con pronóstico y alcances
inciertos. Desde que el kirchnerismo blanqueó su oposición al acuerdo con el
FMI, también complica la perspectiva económica de corto plazo. Con su habitual
concisión, el politólogo Rosendo Fraga sostiene que, si bien hay margen para
una tregua frágil en el FDT, el debilitamiento político del Presidente se
extiende al ministro Martín Guzmán. Aun cuando el Fondo decidió no exigir
reformas y dejar en manos del Gobierno la manera (“realista y pragmática”) de
corregir, hasta fin de 2023, los principales desequilibrios macroeconómicos y
de precios relativos.
El mayor problema es que en la Argentina todo está atado con alambre,
comenzando por la conflictiva relación entre Alberto Fernández y Cristina
Kirchner. Su virtual divorcio político bajo el mismo techo tiene un efecto
paralizante para la Casa Rosada que trató, sin éxito, de conciliar posiciones
antagónicas con un discurso tan errático como ambivalente y atribuir la crisis
económico-social solo a factores externos imprevisibles (la guerra en Ucrania
tras la pandemia).
Pero ahora ingresó en otra fase. Cada decisión oficial pasó a ser
criticada ex post por funcionarios, legisladores, gremialistas y dirigentes
sociales del ala kirchnerista, que buscan eludir cualquier costo político
refugiándose en eslóganes dogmáticos y vetustas recetas para bajar la inflación
con fracaso comprobado. No deja de ser llamativo, porque en los últimos años la
movilidad social ascendente en la Argentina se verificó principalmente entre
quienes accedieron a cargos públicos, dirigentes sindicales vitalicios y
sociales que aspiran a imitarlos. Otra variante de oposición interna es recurrir
al sálvese quien pueda, como el caso del gobernador Axel Kicillof con su
reclamo de que la provincia de Buenos Aires sea excluida de cualquier recorte
de gasto público porque “no da más”. También es curioso, porque fue la que
recibió mayores transferencias discrecionales del Tesoro en 2021, con parte de
las cuales adquirió un avión por más de 7 millones de dólares para uso de la
gobernación y equipararse con la mayoría de los mandatarios provinciales. Al
fin y al cabo, los recursos provienen de los 170 impuestos nacionales,
provinciales y municipales vigentes, el impuesto inflacionario (emisión de
pesos sin respaldo) y/o la creciente colocación de deuda para cubrir el déficit
fiscal.
De todos modos, el oficialismo no se priva de usar como blanco fijo a la
CABA con la quita de coparticipación y la discrecional multiplicación -entre
cuatro y cinco veces- de las valuaciones fiscales del impuesto inmobiliario
(con impacto en Bienes Personales), como medida preparatoria para aplicar en
otras provincias, que figura en el acuerdo con el FMI.
Con este marco, resulta imposible que la Argentina encare políticas
públicas previsibles, ni mucho menos sostenibles, que puedan generar confianza.
Otro tanto ocurre con las pocas políticas de Estado acordadas en el Congreso
cuando la grieta era menos ostensible. No se cumplieron (180 días anuales de
clases, jornada extendida en escuelas primarias); quedaron desactualizadas
(seguro de desempleo, planes sociales para inserción laboral) o enfrentan
restricciones externas (piezas para aerogeneradores eólicos).
De ahí que reinen la improvisación y las medidas de apuro. Ya sea en
economía, energía, jubilaciones, asistencia social y educación.
También en la ideologizada política exterior: hace apenas 50 días el
Presidente ofreció a la Argentina como puerta de entrada de Rusia a América
latina (donde apoya a los regímenes dictatoriales de Venezuela, Cuba y
Nicaragua), pero ahora votó a favor de su exclusión del Consejo de Derechos
Humanos de la ONU.
Si Alberto Fernández no previó entonces la atroz invasión rusa a
Ucrania, mal podía haber calculado que su voluntarista declaración de “guerra
contra la inflación” iba a desencadenar una ola de remarcaciones preventivas de
precios. Ni que el virtual armisticio fuera la prórroga de los programas
vigentes de Precios Cuidados (con ajustes promedio del 3% mensual entre abril y
junio) y de Cortes Cuidados de carne vacuna en supermercados (bajo la amenaza
de suspender exportaciones si los frigoríficos no cumplen); más 5 precios de
frutas y verduras (de alta volatilidad estacional) y otra módica canasta de 60
productos en comercios de cercanía para consumidores de menores ingresos. Más
presumible era que, desde el kirchnerismo, el secretario de Comercio, Roberto
Feletti, culpara al ministro de Economía por la aceleración inflacionaria. Pero
no públicamente ni en los términos que utilizó en un reportaje radial, donde
también aludió implícitamente a su superior Matías Kulfas. Otro encontronazo
con el albertismo, similar al que el subsecretario de Energía Eléctrica,
Federico Basualdo, había protagonizado con Guzmán hace casi un año al
resistirse a presentar su renuncia.
En realidad, la única certeza -dentro y fuera del oficialismo-, es que
una inflación anual superior en casi 20 puntos a la prevista por el Gobierno en
el acuerdo con el Fondo (38/48%) será la principal variable de ajuste de la
economía para licuar el gasto público y los salarios en términos reales, más
allá de que se “recalibren” algunas políticas o metas trimestrales. De ahí que
se hayan subindexado los Precios Cuidados (sin perjuicio de aumentos superiores
en otros productos) y que otro tanto ocurrirá con los salarios tras la apertura
anticipada de paritarias en el sector público y privado. En este caso, porque
los ajustes trimestrales tendrán un rezago frente a la inflación acumulada en
cada período. O sea, correrán por detrás.
Aun así, la mayor recaudación tributaria no alcanzará para bajar el
déficit fiscal, abultado por los subsidios ante la fuerte suba de precios
internacionales de gas (US$40 por MTBU) y petróleo (US$100 por barril), que
colocan a la Argentina frente a una nueva crisis energética, sin divisas
suficientes para pagar las importaciones más caras de gas natural licuado (GNL)
y combustibles líquidos para atender la mayor demanda invernal.
Falta de coordinación
Esta perspectiva revela la falta de coordinación entre la política
económica y la energética, típica de los gobiernos kirchneristas. Sólo ahora
pasó a ser prioritaria la renegociación con Bolivia para un mayor suministro de
gas natural, a un precio promedio de US$12,2 dólares por MTBU (donde 40% del
volumen depende de menores compras de Brasil); el acuerdo para importar GNL
desde Chile y de intercambio gestado por el embajador Daniel Scioli para
recibir energía eléctrica en invierno y devolverla en verano. También se acordó
el próximo arribo a Bahía Blanca, a mediados de mayo, del buque regasificador
de GNL, que este año procesaría la mitad de los embarques de 2021 y fue
adjudicada la compra de caños para la primera etapa del gasoducto Néstor
Kirchner (entre Neuquén y Salliqueló), aunque falta licitar la construcción de
la obra civil. También se importará más gasoil, menos caro que el GNL, para
resolver la actual escasez que amenaza la cosecha.
Sin políticas y con todo atado con alambre, la
Argentina es el país de las oportunidades perdidas. Sin ir más lejos, si el
kirchnerismo hubiera aceptado el plan presentado en 2019 por Guillermo Nielsen
para impulsar la producción de Vaca Muerta, probablemente hoy podría
autoabastecerse todo el año y también exportar.ß |