Domingo 3 - Por Santiago Fioriti - “Decisión tomada. Vos
avanzá”, fue la última orden que Alberto Fernández le dio a Martín Guzmán. El
Presidente y el ministro de Economía hablan varias veces por día. La cuestión
energética ha pasado a ser el tema más urgente del Gobierno, incluso por encima
de la inflación, porque los tiempos son acuciantes: a las malas noticias que
llegan por la invasión de Rusia a Ucrania, a la escasez de gasoil en estaciones
de servicio y al fantasma de que faltará gas en los hogares durante el
invierno, al Ejecutivo lo corre la primera meta con el FMI. Guzmán le prometió
a Fernández que el 1 de junio se harán efectivos los aumentos y la
segmentación de luz y gas, que dejará sin subsidios al diez por ciento de la
población más rica y que, salvo para los sectores que cuentan con tarifa
social, implica incrementos que rondan el 43 por ciento. Guzmán no solo debe
cumplir con Alberto. Los enviados del FMI estarán por esos días en Buenos Aires
supervisando que no se traicione el pacto. La soga sigue en el cuello.
Guzmán
tiene la vocación de acelerar, pero el frente de conflictos en la coalición de
gobierno, que de modo explícito se concentra en una parte central de su
ministerio, permite dudar de si el ministro se moverá sobre una pista de hielo
o si tendrá que hacerlo en el barro. La convivencia del economista con quienes
comandan la secretaría de Energía está en un punto límite.
Un
funcionario muy importante que está al tanto de las conversaciones que se dan
en la cima de la Casa Rosada, inclinado de manera decisiva del lado de Guzmán,
dice que sus intenciones son buenas, pero que el plan no podrá llevarse a cabo
con la pulcritud que se pregona si antes no logra que ruede la cabeza del
secretario de Energía, Darío Martínez, o la de Federico Basualdo, el
subsecretario de Energía Eléctrica. Ambos responden a la vicepresidente. Sus
embates públicos, pero sobre todo privados, no han cesado.
“El
clima es insostenible. Es hora de pedir algunas renuncias. Al menos uno debería
irse para dar una señal de mando. Sería un gran paso que el propio Alberto
se ponga al frente de las renuncias”, confía el funcionario. Guzmán ha recibido
ya esos planteos. Pero no depende de él. Cuando lo intentó, el año pasado,
Alberto le quitó el banquito del ring y lo dejó solo. El ministro todavía paga
aquellos costos. Cada tanto, incluso, es víctima de alguna broma pesada de sus
propios subalternos. O de una acción directa, como el descargo de Martínez de
hace quince días, cuando le achacó al ministro la responsabilidad de poner en
riesgo el gas de los argentinos.
Una
vez más, Fernández se hamaca sobre lo que él cree y está obligado a hacer y la
resistencia de la jefa del Frente de Todos. El juego de Martínez y de Basualdo
está a la vista. Hablan con sus jefes formales, reciben instrucciones, y luego,
antes de ejecutarlas, se dan vuelta y preguntan cómo seguir a sus referentes
políticos.
Cerca
de los funcionarios kirchneristas aseguran que las directivas sobre la
segmentación no llegaron. Es un punto de fuerte discordia con Guzmán. La
famosa categorización de usuarios, que en algún momento fue parte de tediosas
conversaciones entre el ministro y Cristina, implicaría aumentos del 200% para
el sector más acomodado de la sociedad. Martínez no está convencido de cómo
podría aplicarse sin cometer errores. Es decir, sostiene que sería complejo
llevarlo adelante y que se podría afectar a sectores de clase media que fueron
los que castigaron en su momento la política de aumentos de Mauricio Macri y
que en cierto punto lo condenaron en las elecciones de 2019.
En
la conducción del Palacio de Hacienda insisten con el guiño de Alberto. ¿Se
animará esta vez a plantarse firme frente al cristinismo? Hay quienes dicen que
no queda más alternativa, a menos que se quiera poner en riesgo la estabilidad
con el Fondo. Ya, de por sí, los aumentos serán insuficientes para bajar el
nivel de subsidios que se acordó con el organismo. Argentina destinó 11 mil
millones de dólares el año pasado. La idea era reducirlos en 2022, pero la suba
de costos en el mundo como consecuencia de la guerra, haría que este año trepen
a 20 mil millones.
El
primer mandatario y su vice parecen decididos a no hablarse más. A seguir cada
cual su propio camino, sin siquiera cruzarse. El último ensayo para impulsar
una cumbre a solas -promovido por un hombre que habla con ambos y procura la
paz- fracasó. Ya nadie tiene intenciones en zambullirse en ese vínculo por
miedo a salir herido. “Que lo arreglen ellos solitos o que no lo
arreglen”, es la frase que predomina.
Quizás,
a esta altura, a la dupla presidencial le resulte cómodo seguir así, aunque los
efectos se abaten sobre el país. El Presidente se ha empezado a jactar de que
hoy puede llevar adelante iniciativas sin consultar ni recibir hostigamientos
cara a cara de su socia ni intimaciones de que se vaya tal o cual funcionario.
Guzmán, por caso, sobre quien el cristinismo destila veneno y lo quiere afuera.
La
vicepresidenta cree que si llegara a haber un estallido ella estará en
condiciones de afirmar: “Yo te avisé”. Podría recordar las cartas, los
discursos y las reuniones con Alberto en Olivos, que tiene perfectamente
contabilizadas y detalladas con día y temas de agenda.
Cristina
estaría pasando por alto que muchas cosas que pidió sí se hicieron. Los cambios
en el Gabinete post elecciones, entre ellos. O el nombramiento de Roberto
Feletti como secretario de Comercio. Esas modificaciones no hicieron más que
acumular nuevas frustraciones. Datos objetivos, previos a la invasión en
Ucrania, establecen que desde la llegada de Feletti los precios -en especial el
de los alimentos- no han parado de crecer.
En
un intento desesperado por ponerle paños fríos a una situación que se desborda,
en la reunión del lunes del Gobierno con sindicalistas y la UIA, Héctor Daer
propuso que los paquetes de los alimentos lleven impresos el precio con el que
salen de las fábricas. “Si no terminan en cualquier cosa”, dijo. Le
contestaron con ironía: “Si fuera tan fácil...”
Nadie
en el Frente de Todos, por otra parte, está en condiciones de salvarse solo,
menos Cristina, que ungió con el dedo a Fernández como candidato. Tampoco
podría hacerlo Sergio Massa, que esta semana irrumpió en la interna con un
fuerte mensaje, disruptivo para lo que él mismo venía haciendo: amenazó con
dejar la alianza si no se recompone el diálogo en el binomio
presidencial. Un eslabón más de una cadena de dislates.
El
presidente de la Cámara de Diputados anunció que convocará a los principales
líderes políticos a un diálogo en el Congreso. “Sin políticas de Estado, sin
acuerdos amplios, la Argentina no tiene futuro. Si seguimos en la idea de la
Argentina dividida, fracturada y peleada, vamos a avanzar y retroceder
sistemáticamente”, propuso en una carta. Lo había hablado antes con Máximo
Kirchner. También con varios opositores de peso que son amigos suyos.
“Sergio
me cagó”, alcanzó a decir Horacio Rodríguez Larreta, el martes por la noche,
apenas salió de la cena de la Asociación Conciencia, en La Rural. El diputado
se había acercado para saludarlo. “Se me pegó para la foto”, diría más
tarde el alcalde. El electorado más duro de Juntos por el Cambio lo vapuleó en
las redes. Sus rivales internos, como Patricia Bullrich y Facundo Manes, casi
que lo disfrutaron.
Rodríguez
Larreta piensa parecido a Massa en cuanto a que hay que coordinar diez
políticas de Estado para resolver los problemas más graves de la Argentina.
Pero el diálogo está trabado por internas de poder en las dos principales
fuerzas. Suele decir Emilio Monzó: “Nuestra política es un Lollapalooza: todos
tocan la guitarra y cantan al mismo tiempo y en el mismo escenario, pero no se
escuchan”.
Es
lógico que en el electorado crezca la desconfianza. La percepción sobre el
futuro se ha vuelto demasiado pesimista. En un informe confidencial de la
consultora Isonomía, preparado para clientes privados esta semana, se le
preguntó a dos mil personas si el Gobierno logrará controlar la inflación. El
19% dijo que sí; el 21% respondió que no sabe y el 61% dijo que no habrá
solución. “¿El país está peor que hace un año?”, fue otra de las
preguntas. El 68% afirmó que sí, pese a que doce meses atrás aún persistía el
pánico por la pandemia.
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