Domingo 17 - Por Jorge Liotti - Había terminado la secuencia de reuniones con los
representantes del FMI en Washington y Martín Guzmán llamó a Buenos Aires para
reportar. El mensaje fue inequívoco: la negociación volvió a complicarse. “Está
difícil”, fue el concepto que transmitió, junto con el reconocimiento de que no
se habían producido nuevos avances. El ministro se enfrentó con una nueva
realidad en el organismo financiero.
Kristalina
Georgieva exhibió su debilidad por la denuncia que casi la deja fuera del
directorio y en la que se notó que el hombre fuerte del Fondo es otra vez David
Lipton, el representante de los Estados Unidos. Guzmán se reunió con ambos por
separado y la personificación de los roles le quedó muy clara. La directora
búlgara, priori más comprensiva con las dificultades de países como la
Argentina, se vio obligada a exhibirse más dura, apremiada por quien ahora toma
las definiciones reales, Janet Yellen, secretaria del Tesoro norteamericano, a
quien Lipton responde directamente. Esta dupla ya le acotó a Guzmán el margen
para evitar un ajuste. “Para sobrevivir, Georgieva está forzada a demostrar una
fidelidad perruna al Tesoro”, ilustra con didáctica veterinaria un hombre que
conoce de adentro el FMI. La carta en la que Yellen aceptó la continuidad de
Georgieva sin disipar del todo el estado de sospecha fue una demostración
inocultable de su poder. Como si hubiera cursado un taller de expresión
literaria con Cristina Kirchner.
Guzmán volvió a transmitir
la misma inquietud al día siguiente, cuando se reunió en Nueva York con un
importante grupo de fondos de inversión, acompañado por el sanitarista Juan
Manzur. Siempre con sus modales académicos, dejó caer una queja por la lentitud
del FMI para gestionar el caso argentino. “No solo nosotros nos tenemos que
apurar”, dijo allí, y habló de la parsimonia de la burocracia del organismo. No
apuntó a la línea técnica; se refirió al board de los países que deciden.
Algunos aprovecharon para reprocharle no haber avanzado más ágilmente el año
pasado, tras cerrar el pacto con los bonistas. Pese a la variedad de preguntas,
que extendieron el encuentro por tres horas, no quiso arriesgar fecha de un
posible acuerdo con el FMI.
A su lado, el jefe
de Gabinete se esforzó por agregarle previsibilidad política a la visión
técnica del ministro. Con su estilo provinciano, prometió hasta la exageración.
Dijo que aunque el 14 de noviembre vuelvan a perder, el peronismo se mantendrá
unido, que todos los gobernadores acompañarán la gestión y que no habrá cambios
de rumbo ni cimbronazos; una lunita tucumana. Y lo más importante: que de
ninguna manera se imaginan un escenario sin acuerdo con el FMI. “¿Y qué piensa
la vicepresidenta al respecto?”. La pregunta maldita se volvió insidiosa en la
voz de uno de los inversores. “Todos los integrantes de la coalición estamos
comprometidos con llegar a un entendimiento”, dijo Manzur, serio, por única vez
molesto con que se percibiera que con su palabra no alcanzaba. El jefe de
Gabinete (que estuvo en EE.UU. acompañado por su esposa) se presentó ante Wall
Street como el hombre fuerte del Gobierno, y algunos creyeron adivinar indicios
de sus aspiraciones presidenciales. De hecho la decisión de viajar fue de él,
que se lo propuso a Fernández. “Me hizo acordar a Menem, aunque menos empático,
más patrón de estancia”, lo retrató uno de los que desde hace tiempo escuchan
promesas de los gobiernos argentinos.
La misión a Estados
Unidos se trató de una de las múltiples escenas que el Gobierno promovió en una
semana afrenética. El martes Alberto Fernández se había reunido con un grupo de
importantes empresarios en la Casa Rosada, con la secreta ilusión de que la
foto market friendly ayudara a los astronautas Guzmán y Manzur. Allí jugueteó
con la posible fecha de un acuerdo con el FMI y dejó implícito un reclamo de
acompañamiento. Pero no pudo evitar volver a escuchar la pregunta maldita.
Cristina hace ruido siempre, aunque no hable. El Presidente terminó la semana
en el Coloquio de IDEA con un mensaje ambiguo hacia el sector privado. Había
dudado de participar y recién confirmó su presencia un par de días antes. Aún
le pesaba el mal momento que atravesó el año pasado, cuando los empresarios lo
criticaron en un chat privado, y la vicepresidenta le enrostró su decisión de
participar.
En todos estos
gestos hacia el empresariado pesó un diagnóstico compartido en el Gobierno: las
principales variables económicas se acercan a un punto de colisión que va a
coincidir con el período poselectoral y es imprescindible activar un esquema de
contención. Sin embargo, no hay ninguna planificación. Otra vez el problema más
crítico de la gestión Fernández: la indefinición sobre el rumbo y la
incertidumbre sobre quién y cómo toma las decisiones. Es la ausencia de
estrategia sumada a la debilidad política. A los empresarios les pidieron
acompañamiento y comprensión, pero sin exhibir directrices nítidas. El problema
de confianza y credibilidad es muy difícil de revertir en el establishment, que
le demanda al Gobierno un programa y una conducción económica como si el
kirchnerismo no fuera el actor protagónico de la coalición.
Allí estuvo la
designación de Roberto Feletti como recordatorio. Desembarcó de la mano de
Cristina para demostrar que Axel Kicillof atraviesa su momento de mayor
sometimiento político. Desde su primera declaración Feletti se movió con la
holgura que solo otorga el poder de la vice. Aunque Manzur y Fernández
prefieren un diálogo consensuado con los privados, el secretario de Comercio
aceleró en dos días hasta amenazar con aplicar la ley de abastecimiento. La
cifra de 3,5% de inflación de septiembre explicó la urgencia. El ajuste que
implica ese indicador no solo diluye los esfuerzos de las medidas
electoralistas del Gobierno, sino que deprime fuertemente el nivel de compra.
Osvaldo del Río, de la consultora Scentia, midió que en los primeros nueve
meses del año ya hubo una retracción en el consumo del 4,7% respecto de 2020,
con lo cual la Argentina se encamina a completar un lustro entero de retroceso.
También aporta un dato fulminante: el rubro desayuno y merienda ya representa
el 35% del consumo masivo de alimentos, en parte porque las galletas, el café,
la leche y la yerba han reemplazado a los productos típicos del almuerzo y la
cena. Un cambio de hábito que retrata el declive social.
La variable
dólar-reservas, por un lado, y la suba de precios, por el otro, generan un
efecto pinza que el Gobierno busca atenuar hasta el 14 de noviembre, pero que
inevitablemente colapsarán después. Por eso se volvieron a activar algunos
mínimos reflejos para hablar de un acuerdo con empresarios, gremios y
oposición. El viejo cuento de la Moncloa gaucha. Todos los actores admiten que
no hay otra salida que un consenso mínimo, pero al mismo tiempo todos
desconfían de la capacidad del Gobierno para concretarlo.
El fin de la prescindencia
Horacio Rodríguez
Larreta también estuvo en IDEA y por primera vez habló en público como un
aspirante para 2023 (un proyecto que también lo llevó a debutar con una
recorrida amplia por el interior). Allí desgranó su concepto troncal de que se
requiere generar un 70% de respaldo político para poder gestionar en la
Argentina. Traducido: si llegamos a la Casa Rosada, tenemos que acordar un plan
de acción con el peronismo no kirchnerista, léase Juan Schiaretti, Sergio
Massa, Florencio Randazzo y figuras similares. Una diferencia sustancial con la
doctrina de la pureza amarilla que defendió Mauricio Macri. Pero no es la
única. En su viaje de hace algunas semanas a Estados Unidos desgranó su primera
estrategia clara en materia económica. Ante un grupo de inversores adelantó que
piensa en un programa de shock para intentar bajar la inflación en los primeros
meses de gestión. Alguna inspiración del Plan Austral o el Plan de
Convertibilidad. Lejos del gradualismo de Macri. Esa convicción se complementa
con algunas ideas generales, como una política monetaria estricta, una apertura
comercial que prevé que no habrá inversiones externas al menos por dos años (un
seco homenaje a la “lluvia de dólares”) y la necesidad de sostener una red de
contención social permanente para al menos el 20% de la población
estructuralmente pobre, lo que implica sacar de la marginalidad al otro 20%
que, supone, se podría reinsertar en un esquema productivo. Larreta aún está en
una etapa germinal en su interpretación de la realidad social. Quienes lo
acompañaron hace un mes en una recorrida por un barrio difícil de Fiorito aún
recuerdan su sorpresa y sus palabras: “Esto no es como la villa 31”. La
indigencia terminal del conurbano es otra cosa.
De estos temas
conversa regularmentecon un equipo informal del que participan Hernán Lacunza,
Luciano Laspina, Franco Moccia, Miguel Braun y Gabriel Martino. También aporta
su viejo amigo Luis Caputo, mientras Pablo Gerchunoff le sigue dando clases de
historia económica. Igual, como aclara uno de ellos, “no se puede hablar hoy de
medidas para dentro de dos años porque lo que se haga depende de las
condiciones iniciales”. Este grupo acompañaría de buen grado si la Casa Rosada
hiciera en los próximos dos años reformas estructurales que les eviten
eventuales costos políticos a futuro.
Esto demuestra que
a partir del 14 de noviembre para Larreta deja de ser indiferente lo que haga
el Gobierno en materia económica. Considera “poco probable” un escenario de
catástrofe, pero entiende que dejará de ser prescindente y que necesita también
evitar una crisis profunda que lo condicione a futuro. “Desearía ser un
Kirchner, no un Duhalde”, personifica un agudo asesor del Gobierno, quien
destaca cómo se despegó de la propuesta de María Eugenia Vidal de disputar la
presidencia de Diputados. Larreta no quiere ni oír hablar de cualquier esquema
que se asemeje a un cogobierno (la línea dura de Pro no lo permitiría), pero
mantiene líneas de contacto. Una de las más aceitadas, aún hoy, es con Massa,
quien comparte su mirada crítica de la gestión, y ve diluirse su ilusión de
desembarcar en algún momento como superministro de Economía. En forma
subterránea algunas voces del peronismo también alientan una entente
poselectoral con la oposición moderada, con el mismo objetivo de evitar
disrupciones violentas y dejar en pie el 2023. Imaginan a Cristina replegándose
para conservar su capital simbólico y su tercio del electorado, sin compartir
el costo de las eventuales medidas de ajuste que requiera el FMI. Ciencia
ficción para matizar la angustia del infinito que se abre después del 14 de
noviembre.
La descoordinación infalible
Mientras la
convicción de que el aterrizaje forzoso en materia económica inevitablemente
obliga a activar los mecanismos de emergencia, dentro de la nave siempre parece
que falta un piloto que ordene el operativo. El Gobierno estaba saliendo feliz
del fin de semana largo por el récord de turistas cuando a Aníbal Fernández se
le ocurrió reflotar su viejo manual de amenazas (presentó su renuncia y el
Presidente no se la aceptó). Ni en el más estrecho círculo del ministro podían
entender semejante reacción. Otra vez tambaleó toda la estrategia
comunicacional, que estaba rearmándose tras la salida de Juan Pablo Biondi.
Cuando aún no se había disipado el humo, Alberto Fernández nombró a Gabriela
Cerruti como su “portavoz”, según dijo, inspirado en algunas democracias
europeas. En el entorno del Presidente negaban su desembarco hasta un día
antes. Varios quedaron desairados. La llegada de la nueva funcionaria tuvo
menos que ver con lo comunicacional que con responder al malestar del sector
femenino del Gobierno, que perdió peso tras las salidas de María Eugenia
Bielsa, Marcela Losardo y Sabina Frederic, más el corrimiento de Cecilia
Todesca. Otro mensaje para Manzur de parte de Alberto, el ecuménico
irrefrenable (tan ecuménico que en el Instituto Patria comentan que aún chatea
con la artista mendocina cuyas obras lo cautivaron).
Las confusiones
llegaron hasta el festejo del 17 de octubre, que abrió otra disputa silenciosa.
En La Cámpora reaccionaron cuando Manzur salió a decir que se postergaba al 18,
para unificar con la CGT. Al rato Fernández laudó a favor del kirchnerismo en
medio del enojo con el jefe de Gabinete. La confusión fue tal que hasta el
viernes en varios ministerios estaban averiguando de qué se trataba el plan
quinquenal de obras que supuestamente se anunciaría. La falta de articulación
también se vio el día que Fernanda Raverta expuso que se duplicarían las
asignaciones universales y Alberto Fernández prefirió aparecer en el acto de
los movimientos sociales en Nueva Chicago. Naturalmente, su imagen quedó más
asociada a las frases polémicas que se escucharon en Mataderos, que con la
ayuda oficial.
La descoordinación
es un método infalible del oficialismo, aun cuando tiene que recuperar una
elección que, según sigue afirmando Cristina entre sus íntimos, es
irreversible.ß
Otra vez el
problema más crítico de la gestión de Fernández: la indefinición sobre el rumbo
y la incertidumbre sobre quién y cómo toma las decisiones.
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